Alejandro Artopoulos: “Hoy el secundario de contenido enciclopédico y compartimentado es obsoleto”
Desde hace bastante tiempo, el presente de la educación ocupa el centro de los debates de la sociedad toda. A partir de las estadísticas, los resultados de evaluaciones estandarizadas y las evidencias en los niveles de comprensión de textos y resolución de cálculos matemáticos de los estudiantes, se ha planteado la necesidad de una transformación educativa que alcance a todos los niveles, pero que haga un foco particular en el secundario.
Alejandro Artopoulos, experto en tecnología educativa y director académico del Centro de Innovación Pedagógica de la Universidad de San Andrés, visitó las oficinas de Ticmas para participar en una entrevista que aborda varios aspectos críticos: el modelo educativo, las reformas implementadas en países como Finlandia y Corea del Sur, la relación siempre tensa pero productiva entre tecnología y educación. En el contexto actual, resulta crucial pensar en una transformación que se adapte a las nuevas demandas sociales y tecnológicas.
—¿Qué funciona y qué no en la escuela secundaria?
—El debate sobre la transformación de la secundaria se renueva con cada cambio de gobierno. Es algo que viene desde la ley de 2007 y también en la gestión de Esteban Bullrich. En ese momento, Guillermina Tiramonti había hecho un diagnóstico muy asertivo, donde ponía el núcleo del problema en el tipo de conocimiento del secundario, enciclopédico y compartimentado. Por supuesto, existen otros aspectos del secundario que son problemáticos: los profesores taxi, el manejo de los tiempos, la atomización de las materias. Pero todo eso es producto del tipo de ideal educativo que existe en la sociedad argentina.
—¿Cómo sería ese ideal?
—Es un ideal que tiene diferentes nombres. No voy a dar ejemplos de colegios secundarios de excelencia —públicos y privados— que todo el mundo conoce. Pero, en cualquier caso, son versiones de mejoría de un modelo obsoleto. Los países que hicieron una transición exitosa entre la sociedad industrial y la sociedad del conocimiento, lo hicieron tanto en economía como en educación. Y el centro de la transformación educativa fue la escuela secundaria. Es interesante ver cómo en Gran Bretaña, centro del capitalismo industrial, el ideal de la escuela secundaria cambió.
—¿De qué manera?
—Si le preguntamos a una familia argentina que quiere educar a sus chicos en el ideal de una escuela secundaria británica, seguramente va a pensar en una escuela estilo Hogwarts. Pero eso ya no existe. La escuela ideal en Londres mezcla arte con tecnología. La cultura británica procesó muy bien la modernidad. Fueron los que dieron a luz el rock and roll, los Beatles. Esa fue la transición cultural entre la sociedad industrial y la sociedad del conocimiento. Por eso hoy todos en educación hablamos de las enseñanzas de Ken Robinson: “Por qué la escuela mata la creatividad” es la charla TED más vista de todas.
—¿Qué cambió en la educación inglesa?
—En el gobierno de Tony Blair se hizo una gran reforma educativa que dejó atrás la imagen conservadora de Thatcher y convirtió a las escuelas en instituciones que se ocupan de promover la creatividad para producir bienes culturales más actuales. No es raro entrar en una sala de música y encontrar sintetizadores. Bueno, eso en la Argentina no sucede. Sin embargo, fuimos pioneros de la incorporación de los sintetizadores en la cultura popular. Charly García grabó Clics Modernos sin una batería analógica: lo hizo con una máquina de ritmos Roland. Creo que no solo debemos aggiornarnos y ponernos a tono con el mundo, sino que tenemos que honrar a nuestros héroes culturales.
—En Tecnología se usa una imagen que es la del salto de rana. Para que los países periféricos puedan alcanzar la tecnología de los desarrollados, tienen que dar el salto de rana que acorte el camino. Si hablamos de educación y ante los países que han transformado el secundario, ¿se puede dar el salto de rana?
—Voy a dar el ejemplo de dos países que dieron el salto de rana. No eran países industriales desarrollados, pero hicieron la transición y lo lograron: Corea del Sur y Finlandia. Son casos culturalmente extremos y muy diferentes. Como en la mayoría de los países asiáticos, en Corea del Sur el sistema educativo pone mucha presión para que las familias apoyen a sus hijos y vayan pasando las pruebas, pero en muchos casos se caen, ya no del sistema educativo, sino del sistema económico. Es la realidad que muestra Parásitos, la película que ganó el Oscar. En Finlandia se hizo distinto y pusieron como proyecto nacional construir una educación pública de calidad que transformara la profesión docente.
—¿Cómo?
—El docente ya no iba a ser un trabajador de la base de la pirámide, sino que iba a ser un aspiracional. Lo mismo que un ingeniero o un doctor. Entonces, todos los chicos que querían estudiar para ser docentes iban a esforzarse porque iban a ganar muy bien, iban a tener una vida laboral reconfortante. Y, además, cuando muchos profesionales que tuvieron una carrera exitosa se jubilaron, quisieron volver a las aulas. Ese es otro secreto de Finlandia. Las escuelas finlandesas son una cruza de escuela técnica con un buen bachillerato digitalizado. El problema que tenemos, no sólo en la Argentina, sino en Latinoamérica en general, es que no tenemos un proyecto educativo a futuro. Nuestro proyecto es sobrevivir y mejorar lo que podamos en calidad para no quedar tan abajo en la tabla. Así no se construyó la selección argentina que ganó el Mundial. Así no se construyeron los grandes proyectos de desarrollo. Tenemos que establecer un diálogo para reconstruir la forma en que imaginamos el futuro de nuestra educación.
—¿Cómo es el rol que juegan los actores educativos en la transformación de la secundaria?
—Los padres, los docentes, los sindicatos, los políticos, los empresarios, todos, de alguna forma, aportan a ese sentido común que no imagina un futuro transformador. Pero, por otro lado, hay ejemplos, aquí y allá, de transformaciones positivas. El problema es que son visiones parciales, no colectivas. El ejemplo más fácil es el de la Escuela Rocca, de Tenaris, que resolvió muy bien el problema de tener una escuela inclusiva de excelencia para la formación industrial en la sociedad del conocimiento. Podemos encontrar otros casos geniales, como las escuelas PROA de Córdoba, PLaNEA. El problema es que nadie los quiere copiar.
—¿Por qué?
—Voy a decirlo fuerte: cada uno tiene su propio egoísmo, tiene su propia agenda y no está dispuesto a tomar lo bueno de los demás. Cuando los empresarios del software vieron las escuelas PROA y quisieron llevar el modelo a otras provincias, fracasaron. Y eran provincias que estaban más o menos en la misma página, no pensaban muy diferente en términos de política educativa. Pero no sucedió. Ese es un problema porque la construcción de una educación de futuro y de calidad es un bien colectivo. No lo resuelve el mercado. Por eso, cada minuto que pasa es un minuto ganado. Retomando el ejemplo de las escuelas PROA, el proyecto sigue creciendo y va a llegar un momento en donde va a haber una masa crítica que va a demostrar algo mucho más poderoso.
—Históricamente, la relación entre la tecnología y el aula fue de aproximación y rechazo. Y también hubo gatopardismo: en los 80, por ejemplo, la computadora entró en el aula y fue “cambiar para que todo siga igual”. Pero ¿hoy puede ser instrumento de la transformación educativa?
—Excelente pregunta. Creo que hay que separar lo que pasó en el mundo de lo que pasó en Argentina o en Latinoamérica. En el mundo, la relación tecnología-educación fue problemática, de idas y venidas. Siempre hubo una dialéctica en la elaboración de las soluciones. Pero en el último tiempo hay cosas que no se resolvieron en la región, que en el mundo desarrollado sí.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, la infraestructura de base para tener una educación digital de calidad: que haya Internet en el aula para que se pueda consultar libremente frente a cualquier trabajo que encargue el docente. En Estados Unidos se conectaron todas las escuelas públicas urbanas entre el 2012 y el 2015; fue un proyecto del presidente Obama. Hubo una política educativa. Ahora hay un reflujo de eso y la ministra de Educación de Suecia dijo que ya habían invertido demasiado en tecnología y conectividad, y que iban a dedicar el mismo presupuesto para libros. Con el tiempo eso se va a ir resolviendo, pero nosotros ni siquiera estamos en eso.
—¿En qué sentido?
—En que, por supuesto, muchas escuelas se hacen eco y prohíben los celulares, pero se olvidan de que, en las escuelas suecas, además de los celulares, hay notebooks y hay conectividad. En el caso argentino tenemos que aceptar que hubo mala praxis. Esto no es nuevo, yo lo dije en su momento. Se invirtió mucha plata en proyectos mal diseñados y de poco impacto: Conectar Igualdad. En otro momento era un pecado decirlo; hoy cualquier colega entra en colegio secundario y se va a dar cuenta de que los objetivos de Conectar Igualdad no se verifican. Pero saliendo del debate apasionado político, si cruzamos al Uruguay, vamos a encontrar que los objetivos originales del Plan Ceibal tampoco se cumplieron y tuvieron que recalcular. Todo el tiempo se trata de adaptar las nuevas tecnologías a la cultura docente, a la cultura escolar y a la cultura nacional de cada país.
—En ese sentido, ¿qué se debería hacer?
—La clave está en tener, desde nuestra cultura, una visión sobre qué tipo de educación queremos. La respuesta británica de la educación creativa con tecnología es un sabor. La de Finlandia se parece más a una escuela técnica orientada a la electrónica. En Israel vamos a encontrar que la escuela está pensada para construir a un ciudadano defensor del proyecto israelí. En Corea del Sur vamos a encontrar la idea de la escuela inteligente. En cada país hay una distinción propia.
—¿Y en la Argentina?
—Acá tenemos una cosa genérica. Copiamos modelos importados que, en realidad, son imposibles de copiar. Hubo casos de proyectos que intentaron copiar a los finlandeses, a los coreanos, a los norteamericanos, a los británicos: todos fracasaron. Necesitamos ser más argentinos.