Imaginá cómo sería tu vida si no recordaras lo que hiciste ayer, si no supieras dónde ni con quién estás y un joven te dijera “estamos en casa y soy tu hijo”. Imaginá, ahora, qué sentirías si tu cuerpo deviniera inmóvil cuando querés caminar o tembloroso cuando querés dejarlo quieto. Hacelo. Tomate un minuto e imaginalo. Quienes no tienen que imaginarlo son las 55 millones de personas que hoy viven con Alzheimer y las 10 millones que viven con Parkinson, respectivamente, ya que transitan situaciones análogas día a día, según indican la Alzheimer’s Association y la Parkinson’s Foundation. En Argentina, se estima que estos cuadros afectan a 300.000 y 85.000 individuos. Y si las cifras actuales preocupan, las proyectadas estremecen: para el año 2050, el número de casos se duplicará en países de altos ingresos y se triplicará en los de bajos y medianos ingresos. En estos últimos, el panorama es desolador. Si bien ya cobijan el 60% de la casuística, reúnen menos del 25% de la inversión global en investigación, prevención, diagnóstico y tratamiento.
Conforme se desmadra la proporción de pacientes por consultorio y el mundo deviene más desigual, ¿cómo detectaremos estas enfermedades, temprana y masivamente, para intervenir a tiempo? ¿Qué tipo de soluciones contribuirían a equilibrar la balanza geográfica de la salud cerebral? Una clave, otrora insospechada, radicaría en el cruce del habla espontánea y la inteligencia artificial. Sí, la respuesta parece otro juego de la imaginación, pero se apoya en ciencia pura y dura. Desandemos este camino.
A la caza del trastorno
El Alzheimer y el Parkinson son trastornos neurodegenerativos, caracterizados por la atrofia progresiva de distintas regiones cerebrales. La primera suele comenzar con la degeneración de neuronas en el hipocampo y el lóbulo temporal, lo cual afecta la memoria y varias otras capacidades. En el Parkinson, inicialmente se degradan neuronas de los ganglios basales, lo cual entraña dificultades motoras y cognitivas. Esto, con todo, es apenas la punta del iceberg. Para los pacientes, ambas enfermedades vulneran la identidad y la autoestima, son incapacitantes y, muchas veces, resultan fatales. En el plano familiar, socavan la estabilidad emocional, la solvencia económica y la calidad de vida. A nivel estatal, ponen en jaque la infraestructura y las finanzas del sistema de salud. Así, estos cuadros se proyectan desde el cerebro hacia la sociedad, delineando un trayecto devastador.
Por eso es vital detectarlos a tiempo. El diagnóstico temprano permite mitigar el impacto de los síntomas, reducir la carga afectiva de pacientes y cuidadores, planificar hábitos neuroprotectores y reformas del hogar, e incluso disminuir los costos al favorecer el tratamiento de rutina por sobre la atención de emergencia. Cabe decir que estas enfermedades son incurables: no contamos, hoy día, con procedimientos que permitan eliminarlas una vez iniciadas. La detección rápida y masiva es nuestra mejor alternativa. Y es ahí, precisamente, donde emerge la necesidad de innovación.
Hoy por hoy, el diagnóstico se realiza mediante entrevistas con especialistas, pruebas extensas de papel y lápiz y, cuando las condiciones lo permiten, estudios de resonancia magnética cerebral y de biomarcadores. Tales procedimientos son invaluables, pero imperfectos. Muchos países carecen de suficiente personal calificado y aparatología adecuada (y cuando estos recursos existen, sus costos pueden tornarse prohibitivos). Además, los resultados quedan sujetos a la interpretación de los profesionales, que suelen diferir en formación, juicio y experiencia. Más aun, las evaluaciones suelen ser estresantes y los turnos para iniciarlas suponen semanas o meses de espera. Para peor, dichas limitaciones se agudizan a medida que aumentan los pacientes y se acentúan las disparidades socioeconómicas entre países. Urge la necesidad de nuevos abordajes que resulten asequibles, amigables, escalables e inmediatos.
El habla como alerta
Acá entran en escena los análisis automatizados del habla. Supongamos que el abuelo Fernando viene dando muestras de declive cognitivo y sospechamos que podría padecer Alzheimer. ¿Qué tal si le pedimos que narre un recuerdo y una app detectara huellas de la enfermedad en su discurso? Se trata de un enfoque no invasivo y de bajo costo, que ofrece resultados en tiempo real sin necesidad de desplazarse a un centro clínico. De ahí el entusiasmo que suscita; pero, ¿cómo funciona exactamente?
La clave está en que, cuando hablamos, ponemos en juego múltiples regiones cerebrales que se ven afectadas por estas enfermedades. Algunas, como el hipocampo y el lóbulo temporal, participan de la activación de las palabras que queremos decir; otras, como los ganglios basales, intervienen en los movimientos físicos que realizamos al pronunciarlas; y así otras y otras y otras. Por ende, si tales regiones estuvieran atrofiadas, uno esperaría alteraciones en el tipo de palabras empleadas, o en su articulación, o en otro aspecto relevante. Así, pues, la evaluación de dimensiones lingüísticas específicas ofrece una ventana hacia la integridad o disfunción de sus correlatos cerebrales.
El primer paso es grabar el habla natural de personas con y sin determinada enfermedad (cuantas más, mejor). Luego, mediante algoritmos complejos, se cuantifican múltiples aspectos de los audios (p. ej., la velocidad de habla) y sus transcripciones (p. ej., las propiedades de las palabras). Con esas métricas, se entrenan modelos computacionales que aprenden las características típicas del habla de las personas diagnosticadas y de los individuos sanos. Una vez que el modelo aprendió, se le presentan las medidas acústicas y lingüísticas del abuelo Fernando y, básicamente, se le pregunta: “decime, modelo, según lo que aprendiste, ¿Fernando tiene la enfermedad o no?”.
Un estudio de nuestro equipo de trabajo logró identificar la enfermedad Alzheimer con casi 90% de éxito analizando propiedades de las palabras emitidas. El modelo aprendió que los pacientes, en comparación con sus pares sanos, emplean palabras más frecuentes (“puerta” antes que “pórtico”), menos específicas (“perro en lugar de “pastor alemán”) y con secuencias de sonidos más comunes (como “piso”, que se asemeja aliso, paso, peso, pico, pino; en vez de reloj, cuya secuencia de sonidos es bastante única). Esas propiedades léxicas, de hecho, permitieron predecir el nivel de deterioro cognitivo de los pacientes y el grado de atrofia cerebral. La interpretación es muy sencilla: la selección de palabras es una función central de la memoria semántica, que se torna deficitaria desde el inicio de la atrofia témporo-hipocampal en el Alzheimer. Así, al recurrir a dicho sistema, las personas que tienen la enfermedad priorizan los espacios más accesibles del vocabulario, integrados por palabras frecuentes, abarcativas y con estructuras fonológicas típicas.
En otra investigación, detectamos el Parkinson con más del 90% de precisión al medir fenómenos acústicos del habla. Mostramos que los pacientes, respecto de personas sanas, dejan pausas más extensas entre palabras, tienen dificultades para activar las cuerdas vocales y producen sonidos menos reconocibles. Es más: estos patrones resultaron tan sensibles que hasta permitieron diferenciar entre distintas variantes de la enfermedad. De nuevo, el hallazgo es transparente. La producción de sonidos del habla requiere coordinar movimientos sutiles de los órganos de fonación, como la lengua, los labios y las cuerdas vocales. Dado que la atrofia de los ganglios basales afecta las habilidades motoras, la ejecución de dichas acciones en personas con Parkinson resulta lenta, trémula e imprecisa. La señal de audio lleva consigo las huellas de esas alteraciones.
Los avances no se quedan ahí. En estudios sobre poblaciones sanas, estos métodos logran anticipar quiénes desarrollarán tal o cual cuadro a futuro. Algunos artículos indican, además, que permiten estimar la severidad de la enfermedad mejor que las evaluaciones estándar. También se ha mostrado que los análisis del habla contribuyen a diferenciar síndromes que no logran distinguirse mediante pruebas típicas. El enfoque se ha validado con datos adquiridos en hospitales y telefónicamente. Las tecnologías subyacentes se incorporan a proyectos de investigación y ensayos clínicos millonarios. Incluso han surgido apps que ponen estos desarrollos al alcance de personal médico y usuarios finales. Estamos presenciando, lisa y llanamente, una apuesta de avanzada para repensar la evaluación de estas enfermedades.
Paso a paso, palabra a palabra
Ahora bien, la trama recién comienza a urdirse. Se necesita aún más validación del enfoque, sobre todo mediante investigaciones con grandes grupos de pacientes. Dichos estudios deberán centrarse en poblaciones vulnerables, para contrarrestar el predominio de datos provenientes del primer mundo. A su vez, debe generarse una cultura médica digital para que los consultorios abran sus puertas a la innovación informática. Por supuesto, estos hitos requieren del esfuerzo mancomunado de científicos, médicos, pacientes, familiares, empresarios y funcionarios. Nada de ello es fácil, ni mucho menos inmediato. El sendero desde la ciencia hacia la clínica y las políticas públicas es largo, sinuoso y cuesta arriba.
Lo bueno es que no estamos ante es un esfuerzo aislado. Diversos equipos trabajan en otras líneas de clinimetría digital, buscando pistas de estas enfermedades mediante cascos que rastrean los movimientos oculares, sensores que monitorean el desplazamiento y videojuegos que evalúan distintas habilidades cognitivas. Los análisis de habla son parte de un movimiento fuerte que puja por hermanar la clínica con la innovación informática en pos de la equidad.
Claro que el desarrollo más fascinante de toda esta historia es el lenguaje en sí mismo. Ya nos prodiga la posibilidad de compartir ideas y emociones, de plasmar universos reales y ficticios, de registrar lo sucedido y vislumbrar el porvenir, de organizar el pensamiento íntimo y atesorar buena parte de nuestro acervo cultural. Hoy emerge, además, como herramienta clave en la lucha global contra la neurodegeneración. Las funciones del lenguaje se expanden conforme avanza la historia.
Para cerrar, imaginá que podemos detectar estas enfermedades antes de que aparezcan los síntomas del primer párrafo. Imaginá que lo hacemos reduciendo las brechas sociales que dividen el planeta. E imaginá un futuro en que ya no hace falta imaginarlo. Tal vez dicho día jamás llegue, pero si alguna vez lo hace, será mediante disrupciones como esta.