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FuenteEl Economista

Diego Bossio: "Recurrir al FMI es un signo de que no se logró acumular reservas ni recuperar la confianza de los mercados"

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El despacho de Diego Bossio es una síntesis de política, economía y poder. En los estantes conviven libros de Perón, Churchill, Xi Jinping, Frondizi, Krugman y Stiglitz. En un rincón, una camiseta de Racing firmada por jugadores. En la pared, un Perón estilo pop art observa la escena. Entre los libros, destaca Los muchachos cordobeses, de Federico Zapata, dedicado especialmente.

"¿Querés café? ¿Querés agua?", pregunta Bossio, que se recibió de economista en la UBA, y que después hizo la Maestría en Economía en la Universidad de San Andrés

"Soy un producto de la clase media, el resultado del ascenso social. Mis padres me brindaron la oportunidad de estudiar y, con esfuerzo, pude avanzar en mi formación. ¿Por qué digo esto con énfasis? Porque trato de expresar los intereses de esa clase social. Sus inquietudes cotidianas, sus angustias, sus aspiraciones. Su relato. Soy de clase media y mis intereses están vinculados, en muchos sentidos, con ella", escribe en "Una diagonal al crecimiento. Políticas económicas para reconstruir la Argentina", un libro de 155 páginas, que publicó en 2023 y en el que propone una mirada fuera del lugar común sobre los desafíos estructurales del país. 

El texto está dividido en seis capítulos y no se limita a un diagnóstico, sino que presenta propuestas para el futuro. Plantea, por ejemplo, una reforma de la carta orgánica del Banco Central, el fortalecimiento del Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI) —"ese organismo continúa prestando servicios de transferencia de tecnología a una ínfima porción del aparato manufacturero argentino", escribe— y una reestructuración del esquema impositivo, con la reducción de tributos al consumo, como el IVA, a cambio de un aumento de impuestos sobre las personas, y no sobre las empresas o la inversión. "La baja incidencia de la renta sobre las personas de elevados recursos es una característica negativa de nuestro sistema tributario, que se contrapone con la evidencia de los países de la OCDE", argumenta.

"No estoy en el 'club de la devaluación', estoy en el de hacer las cosas bien", explica durante la entrevista con El Economista, en su oficina de Equilibra, el centro de estudios que cofundó en 2021 y que se dedica al análisis económico y político. No es nuevo en estas discusiones: de 2009 a 2015 dirigió la ANSES, manejando una de las cajas más grandes del país y, en simultáneo, fue director del Banco Hipotecario y del Banco de Inversión y Comercio Exterior (BICE). También fue presidente del fideicomiso Procrear, un programa que en ese momento buscaba dar acceso a la vivienda en un contexto de restricciones al crédito.

Ubicada sobre la 9 de Julio, su oficina es el espacio donde analiza el presente y el futuro del país con la solidez de quien combina números con política: "En el largo plazo, este no es un tipo de cambio sostenible para Argentina. Si la pregunta es si Argentina puede sostener un tipo de cambio apreciado durante los próximos tres, cuatro o cinco años, salvo que haya un boom exportador, no lo veo viable".

Además de haber transitado los pasillos del Poder Ejecutivo, Bossio fue diputado nacional de 2015 a 2019 y asumió la vicepresidencia de la Comisión de Presupuesto y Hacienda en un Congreso donde el peronismo ya no tenía mayoría automática.

Con respecto al gobierno de Milei, asegura que "hay liderazgo, pero no hay acuerdos". Y diagnostica que el Banco Central "debería tener directores que trasciendan los gobiernos, casi como la Corte Suprema. Los directores deberían ser nombrados por el Senado, como establece la ley, y no quedar sujetos a la voluntad del ministro de Economía o del Presidente".

La distancia con el kirchnerismo es parte de su recorrido. "Hace diez años que no hablo con Cristina. El liderazgo de La Cámpora, de Kicillof y de todos esos sectores sigue estando en sus manos", dice.

Diego Bossio responde a todo en esta entrevista con El Economista: el modelo de Milei, la fragilidad del equilibrio macroeconómico, el futuro del cepo cambiario, el desafío de construir un desarrollo sostenible y el tejido de sus alianzas políticas. ¿Qué necesita el peronismo productivista para volver a ser una opción competitiva? ¿Cómo puede una alternativa racional conmover sin perder el alma ante lo gris de la gestión?

—Algunos economistas argumentan que estamos en un proceso de "ajuste expansivo", con superávit fiscal y caída de la inflación. ¿Comparte la idea de que el ajuste actual puede derivar en crecimiento?

—Está claro que hubo un ajuste con una devaluación muy fuerte por parte de Milei, inicialmente, en un contexto de grandes desequilibrios. Ese ajuste, en términos cambiarios, le permitió licuar el gasto público en jubilaciones, salarios y pensiones. Junto con el recorte en obra pública, la reducción del gasto de capital y el aumento de tarifas, se logró un equilibrio fiscal que le permitió mostrar cierto orden en las cuentas públicas.

Asimismo, se ordenó el balance del Banco Central, ajustando el pago de importaciones gracias al efecto inicial de la devaluación. Pero el impacto de esa licuación y la mejora en la competitividad, producto de un dólar muy alto, se fue erosionando. Lo que se observa en los planes de estabilización es que, cuando una economía pasa de un proceso de alta inflación o inflación crónica a una inflación más baja y se estabiliza, después hay un rebote. Por eso, algunos economistas plantean la idea del ajuste expansivo.

Por lo general, la caída de la inflación y el ordenamiento fiscal —el ancla fiscal, la baja del riesgo país de 2.500 a casi 500 puntos, ahora en 700— dieron una sensación de orden macroeconómico. Y ese ordenamiento suele generar efectos de rebote y reactivación económica. La gran pregunta es si esto es sostenible. Lo que en un principio pareció ordenar la situación ahora empieza a generar ciertas tensiones, y hay que preguntarse si realmente se puede sostener en el tiempo. Empiezan a aparecer algunos problemas, aunque se espera para este año un rebote de la economía, cierto crecimiento, y que el equilibrio fiscal y la baja de la inflación funcionen como impulsores de la actividad.

Cuando hablo de reactivación, quiero hacer una aclaración: no ocurre en todos los sectores por igual. Si se mira el sector energético, el de gas y petróleo, se ve un esquema de reactivación. En cambio, en turismo la situación es más complicada, porque un tipo de cambio apreciado hace menos competitivo al sector. Por eso se ven imágenes de los puentes fronterizos llenos de personas cruzando, como mendocinos yendo a Chile a comprar, lo que afecta la sostenibilidad de la reactivación. 

En el campo, en cambio, hubo una recuperación después de la mala cosecha de 2023. Hace dos años que Argentina viene teniendo cosechas razonables. En principio, todo indica que en 2025 va a haber una buena cosecha. Venimos de una mala en 2023, una buena en 2024 y ahora un segundo año con perspectivas favorables, señal de expansión y reactivación. Si bien los precios internacionales bajaron, no es lo mismo producir que no producir. Más allá de los precios, lo importante es que el campo siga siendo productivo. Evidentemente, las lluvias de estos días también ayudaron. 

Naturalmente, el ordenamiento macroeconómico y la caída de la inflación generan cierto nivel de reactivación. Aunque la cuestión es cuán sostenible puede ser, porque en paralelo se empiezan a acumular nuevos desequilibrios.

—Usted escribe en Una diagonal al crecimiento que en Argentina "parecemos enamorados de los conflictos más que de las soluciones" y que el desarrollo requiere equilibrio y acuerdos. ¿Cree que un enfoque que va al choque, como el de Milei, puede generar las condiciones para ese equilibrio que usted plantea, o considera que está profundizando la falta de consensos que históricamente ha trabado el desarrollo del país?

—El método para gobernar es clave. Milei no tiene diputados ni senadores, pero avanza, atropella, dicta decretos y deja la institucionalidad en un segundo plano. Su mirada sobre el Congreso es despectiva y no le da valor a los acuerdos. Es su impronta, que tiene que ver con los nuevos liderazgos, con una cierta interpretación de la sociedad y con la degradación que tuvo la figura presidencial en los últimos años. Durante el gobierno de Alberto Fernández, la palabra presidencial perdió peso, su voz quedó devaluada, las internas dentro del oficialismo eran abiertas y había serias dificultades de gestión. Milei aprovechó la devaluación de la figura presidencial del gobierno del Frente de Todos para reformularla con una lógica extrema.

El punto es que, con el nivel de fragmentación que tiene Argentina —tanto en términos territoriales como federales—, y con la diversidad de intereses y sectores económicos que existen, se necesita otra forma de gobernar. No es lo mismo lo que pasa en Catamarca que en Neuquén, en el interior de la provincia de Buenos Aires o en el conurbano. Las lógicas productivas y los intereses son distintos. En ese contexto, los acuerdos son el método más efectivo para darle sostenibilidad a las políticas. Se trata de construir a partir del diálogo, marcando liderazgo, pero con consenso. No se trata de un acuerdo sin liderazgo ni de liderazgo sin acuerdo. 

Milei desprecia la idea de acuerdo, el método del acuerdo y el diálogo. Su llegada al poder se basó, en gran parte, en confrontar con la "casta" y con la lógica del consenso. Pero estamos convencidos de que Argentina necesita grandes acuerdos que permitan articular las distintas realidades: las del interior, las del conurbano, las de la Patagonia, las del norte, los distintos sectores productivos. Es necesario encontrar un equilibrio para definir qué impuestos se van a cobrar, qué modelo de desarrollo se va a impulsar, qué tipo de infraestructura se va a priorizar, qué hacer con la hidrovía, con las rutas, con los trenes. Se necesita una organización que ponga la producción en el centro, y eso solo se logra con acuerdos mínimos. Los acuerdos fortalecen la institucionalidad, generan previsibilidad y hacen más sostenibles las decisiones.

Un tema clave es el Banco Central. Se necesita un nuevo acuerdo y una nueva institucionalidad monetaria en Argentina. Esto implica definir un nuevo régimen cambiario, un nuevo esquema institucional para el Banco Central y nuevas reglas sobre si puede o no asistir al Tesoro. El Banco Central debería tener directores que trasciendan los gobiernos, casi como la Corte Suprema. Especialmente en un país con un problema tan serio en términos de moneda, sería fundamental acordar que no se puede financiar el Tesoro con emisión monetaria. Pero no alcanza con que un gobierno lo haga de facto, como quizás lo está haciendo Milei: hay que expresarlo en términos institucionales, de manera que un cambio de gobierno no altere esas reglas. Los directores deberían ser nombrados por el Senado, como establece la ley, y no quedar sujetos a la voluntad del ministro de Economía o del Presidente. Ese tipo de acuerdos, con respaldo institucional, daría previsibilidad y permitiría decir: "Acá hay una nueva institucionalidad monetaria y esta vez va en serio".

Sin embargo, el camino que tomó Milei es otro. Se posiciona casi como un mesías, viene a imponer una serie de postulados y, si alguien no está de acuerdo, lo descalifica. Es una institucionalidad endeble, sostenida con alfileres.

—¿En el gobierno de Milei hay liderazgo sin acuerdos?

—No se puede negar que Milei tiene un liderazgo con un gran apoyo popular. Ganó una elección, mantiene respaldo social, lleva adelante un ajuste, un ordenamiento macroeconómico, baja la inflación, y esto tiene cierto reconocimiento en la sociedad. Hay liderazgo, pero no hay acuerdos. No veo interlocución sustancial con los gobernadores, ni con los intendentes, ni con los sectores productivos.

Lo que hay es un liderazgo con un perfil avasallante. En parte porque no tiene diputados ni legisladores propios, y además porque está convencido de que el método del consenso no funciona. Es un esquema que tiene algo de historieta, casi al estilo Marvel: un líder que llega, se sienta en una mesa tapizada de cuero y, con un gran comité, decide los destinos de Argentina con letra gótica después del Acuerdo de Mayo. Es un enfoque épico, de relato. Pero del otro lado hay actores políticos que entienden que Argentina es un país complejo, difícil de organizar y que en cualquier momento puede atravesar una crisis, ya sea internacional o propia.

Hay dos libros interesantes, "El mago del Kremlin" e "Los ingenieros del caos", que analizan estrategias similares. En Ingenieros del caos se describe un esquema que Milei replica: captar la bronca y el hartazgo de la sociedad, representarlo y montarse sobre él como una bandera. Por eso, su liderazgo se basa en la firmeza y la purga interna. Si dentro de su espacio alguien lo cuestiona, Milei lo descalifica, lo expulsa, lo borra del esquema. Le pasó a la vicepresidenta, a figuras como Marra, que fue protagonista del proceso electoral, a Nicolás Posse y también a distintos economistas. Descalifica a cualquier economista que señale inconsistencias en el programa, desde Cachanosky hasta Cavallo. Cuando uno lee "Los ingenieros del caos", parece un manual. Su estrategia consiste en canalizar la bronca de una sociedad que, sin dudas, tiene razones para estar enojada.

—En su libro señala que "la política fiscal argentina se convirtió en acíclica", perdiendo su capacidad de amortiguar crisis o impulsar el crecimiento. Milei plantea el déficit cero como un objetivo inmutable. ¿Renunciar a la política fiscal como herramienta de estabilización y desarrollo no es un error dogmático? La lógica del enfoque contracíclico indica que, tras un período de superávit fiscal y acumulación de reservas, en momentos de crisis sería posible aumentar el gasto para reactivar la economía. ¿Esa interpretación es correcta?

—Renunciar al Estado como promotor del desarrollo implica no advertir que existen dificultades en una sociedad que no siempre puede organizarse únicamente a través de las reglas del mercado. Ir a esquemas tan ideológicos y extremos en favor del mercado es desconocer las propias limitaciones que tienen las sociedades para estructurarse. Existen, además, numerosas teorías sobre fallas de mercado y las dificultades para que el sector privado asigne correctamente todos los recursos. Ahí es donde aparece la política, con una vocación igualitaria que en Argentina ha sido central.

Renunciar a la política fiscal no tiene sentido. Es importante que Argentina logre equilibrio fiscal, que muestre cuentas ordenadas, que el financiamiento sea genuino y que se revise la estructura impositiva. Pero también es clave invertir en rutas, en infraestructura, en cómo se va a movilizar la producción del país: el petróleo, el gas, el agro. ¿Todo eso va a quedar exclusivamente en manos del sector privado? En un país tan extenso, el sector privado por sí solo no alcanza.

Entiendo que en los primeros seis meses de gobierno se haya decidido frenar el gasto para estabilizar las cuentas, pero no se puede seguir sin mantenimiento de rutas ni sin una política de infraestructura agresiva. Argentina es un país enorme, y eso impacta directamente en la productividad y en el funcionamiento de la economía.

—Si el éxito de un plan de estabilización, como escribís en Una diagonal al crecimiento, requiere equilibrio fiscal, superávit de cuenta corriente, un tipo de cambio real elevado, acceso a financiamiento externo y un stock sólido de reservas internacionales, ¿qué le falta hoy al gobierno de Milei para sostener su modelo sin que termine en una nueva crisis?

—El talón de Aquiles es el frente externo. El presidente se enoja cuando se señala que hay un problema cambiario y un tipo de cambio apreciado. En el corto plazo, puede salir airoso de esa discusión, pero en el largo plazo este no es un tipo de cambio sostenible para Argentina. Cuando un café en Argentina es más caro que en Madrid, o cuando una Manaos cuesta más que un agua Evian, hay un problema. 

Cuando una empresa que no pertenece a sectores de alta productividad —como gas, petróleo, minería, agro o economía del conocimiento— empieza a tener dificultades para exportar y queda fuera de mercado en un país que, además, está lejos de los grandes centros comerciales, empiezan los problemas. 

El precio del dólar es clave. Por eso hablamos de la necesidad de un tipo de cambio que permita acumular reservas. Algunos argumentan que lo importante es el flujo y no el stock de reservas, pero en Argentina la demanda de dólares estuvo contenida durante muchos años. El cepo sigue vigente, hay intervención cambiaria del Banco Central a través del esquema blend, y no existe una economía con un mercado de cambios completamente libre. Si se liberara, no se sabe a qué valor podría quedar el tipo de cambio, y tampoco sería positivo que haya una volatilidad extrema que haga insostenible la vida cotidiana.

Por eso insistimos en la importancia de que el Banco Central tenga reservas, justamente para suavizar estos shocks. Si aparece un viento externo desfavorable, es fundamental contar con herramientas para enfrentarlo. Un ejemplo es Brasil: a principios de este año tenía US$ 330.000 millones en reservas y utilizó casi US$ 30.000 millones para sostener el real y evitar fluctuaciones bruscas. Tiene un Banco Central independiente, con directores nombrados bajo mecanismos institucionales sólidos, que durante 30 años acumuló reservas gracias a superávits comerciales, entrada de capitales e inversiones. Eso le permitió intervenir ante un shock externo y amortiguar movimientos abruptos en el tipo de cambio.

En Argentina, en cambio, las reservas del Banco Central siguen siendo negativas, hay restricciones en el acceso al mercado de cambios y también un riesgo político asociado a Milei. Esto quedó en evidencia con la crisis de las criptomonedas y su impacto en el riesgo país, que mide la confianza de los inversores en los activos del Tesoro argentino.

Un dólar barato afecta las reservas porque incentiva las importaciones y desalienta las exportaciones, sobre todo en sectores menos competitivos. Además, hace que viajar al exterior sea más accesible, lo que genera una fuerte demanda de dólares tanto en la cuenta de bienes como en la de servicios. Se ven aeropuertos llenos, un aumento de importaciones y un contexto donde la oferta de divisas no crece en la misma proporción.

Algunos sostienen que este esquema económico puede funcionar con un tipo de cambio apreciado. Nosotros advertimos que hay un problema. Argentina necesita un tipo de cambio alto y sostenible para acumular reservas y demostrar que es capaz de cumplir y honrar sus compromisos.

—Usted plantea que un tipo de cambio alto es clave para el desarrollo, pero en el contexto actual, subir el dólar sin generar más inflación o una devaluación que pulverice salarios parece una ecuación imposible. ¿Cómo se logra un tipo de cambio real competitivo sin que el ajuste recaiga sobre los trabajadores?

—La apreciación cambiaria es popular porque ayuda a bajar la inflación y mejora los salarios en dólares. La verdadera pregunta no es si se puede hacer, sino si es sostenible. Es fácil ganar elecciones apreciando el tipo de cambio, sin importar demasiado de dónde van a salir los dólares. Pero el punto es: ¿se puede sostener esto en el tiempo? ¿Es viable sin reservas internacionales? ¿Se sostiene sin un boom de exportaciones? ¿Es posible sin un aumento fuerte de la productividad?

No estoy en el "club de la devaluación", estoy en el de hacer las cosas bien. Lo que está claro es que la principal ancla para sostener la inflación es el tipo de cambio. Si hay que fijar anclas, hay que hacerlo en lo fiscal y en el tipo de cambio. Ahora bien, para sostener un tipo de cambio estable se necesitan dólares, y esos dólares pueden venir tanto por flujo como por stock. Cuando el flujo está comprometido —porque hay una demanda contenida de dólares para pagar deudas del sector privado— y el stock es muy bajo, porque las reservas netas siguen siendo negativas, al menos hay que hacerse la pregunta técnica y científica de si esto es realmente sostenible.

No creo en la falsa dicotomía de "devaluar para mejorar la competitividad, pero a costa de más inflación". Hay que hacer las cosas bien. Si la pregunta es si Argentina puede sostener este tipo de cambio en los próximos meses, la respuesta es que sí; electoralmente incluso puede ser beneficioso para el gobierno, siempre y cuando no haya grandes crisis, cisnes negros o un shock externo negativo. Ahora, si la pregunta es si Argentina puede sostener un tipo de cambio apreciado durante los próximos tres, cuatro o cinco años, salvo que haya un boom exportador, no lo veo viable.

—El número de personas en situación de calle en la Ciudad de Buenos Aires se ha más que duplicado entre 2017 y 2024, alcanzando un récord de 4.416 personas en noviembre de este año. ¿Qué políticas se necesitan para frenar este deterioro social sin comprometer la estabilidad fiscal?

—Cuando hablamos de reactivación, también hay que hablar de la disparidad en esa reactivación. Los sectores que dependen del turismo o de los servicios del conocimiento se ven afectados por un tipo de cambio que no es competitivo. Lo mismo sucede con la industria, que ahora tiene que competir con productos importados. La competencia es buena porque ayuda a mejorar los precios, pero cuando el cambio es tan abrupto, genera un problema serio de desempleo.

Lo que estamos viendo no es tanto un aumento del desempleo en términos estadísticos, sino un incremento de la informalidad y la precarización. La era del trabajo formal, con empleo estable, está quedando atrás y, en su lugar, aparece la era de las aplicaciones. Alguien pierde su empleo, pero si tiene capital, maneja un Uber; si tiene menos capital, trabaja en Rappi; si no, levanta apuestas en el conurbano, organiza torneos de fútbol 5 o revende en TikTok lo que compró en una feria de Avellaneda. No es que haya un solo empleo: hay varios, informales, sin aportes, sin obra social, sin seguridad social.

En los '90, la postal del desempleo eran las colas de personas con el diario en la mano buscando trabajo. Hoy esa imagen ya no existe porque cambió la lógica del empleo y la forma en que se estructura el trabajo. Pero la falta de empleo formal sigue teniendo consecuencias: si no se genera trabajo genuino, formal, de calidad y productivo, la sociedad se deteriora. Y lo que está en juego es algo fundamental para Argentina: la movilidad social ascendente. Esa idea de conseguir un laburo, mandar a los hijos a un buen colegio, pensar en la universidad, en progresar. Sin eso, la sociedad se estratifica y empieza a parecerse más a las de otros países de la región, donde si se nace pobre, se muere pobre, con una vida signada por la inestabilidad, el estrés y la falta de previsibilidad.

En este contexto, la mayoría de los países están cuidando el empleo y la producción. Después de la pandemia, muchos gobiernos adoptaron políticas activas para proteger a sus trabajadores. Incluso Trump, con su estilo vulgar y poco decoroso, pero intuitivo, les planteó a los estadounidenses la necesidad de cuidar su industria, imponer aranceles y entrar en disputas comerciales con China, México y Canadá para que la producción vuelva a Estados Unidos. La demanda de una sociedad que quiere volver a fabricar autos en Detroit y dejar de importar cajas de cambio producidas en China existe, y los gobiernos tienen que responder.

La tecnología cambió cosas, pero el desafío sigue siendo el mismo: cómo cuidar lo que se produce, cómo proteger a quienes lo producen y cómo hacerlo de manera eficiente. Pareciera que el gobierno tiene otra lógica: no importa quién produce, cómo ni en qué condiciones. 

—En Una diagonal al crecimiento explicás cómo Estados Unidos impulsa sectores estratégicos a través del Estado, como en el caso del programa CHIPS, que destina US$ 53.000 millones a la producción de semiconductores. ¿Qué rol debería tener el Estado argentino en la promoción de sectores clave para el desarrollo?

—También en su momento el desarrollo de Internet fue un proyecto estatal vinculado a la defensa. Por eso, la idea de despreciar al Estado es un error. Lo que se necesita no es eliminarlo, sino un Estado eficiente, con objetivos claros, que funcione y que contribuya a mejorar la calidad de vida de la sociedad. Pero esta lógica de demonizar cualquier acción estatal no tiene sentido.

No hay que denostar al Estado: tiene que funcionar bien, con un equilibrio justo. No puede ser un aparato burocrático torpe e ineficiente, pero tampoco puede desaparecer. Tiene que controlar, fomentar el desarrollo, invertir en ciencia y tecnología. No creo en un Estado paternalista, donde haya que pedir permiso para todo. La sociedad está cansada de eso, y la tecnología dejó en evidencia que muchas veces el Estado no es imprescindible para el funcionamiento diario. Durante la pandemia, los funcionarios se quedaron en sus casas y, sin embargo, las cosas siguieron funcionando.

Ahora bien, de ahí a creer que el Estado no debe existir o que su rol debe ser mínimo, hay un largo trecho. Hay que encontrar un equilibrio, y ese equilibrio lo marca la sociedad.

—Si, según el presidente, este es el mejor gobierno de la historia y Luis Caputo el mejor ministro de Economía del planeta, ¿por qué necesita pedir dólares prestados al FMI?

—No creo que estemos bien, no comparto esa frase. Si realmente estuviéramos tan bien, los gobiernos no tendrían que recurrir al FMI. Es cierto que los gobiernos tienen que levantarse cada mañana y creerse una historia muy buena, porque eso les permite defender lo que hacen o lo que pueden hacer. Tienen que convencerse de que van por el camino correcto.

Pero hay muchas voces que señalan que, si bien hay cosas que se hicieron bien, hay otras que claramente necesitan correcciones. Hay decisiones que fueron un exceso y problemas que no se están resolviendo por falencias de gestión. Recurrir al FMI es, en esencia, un signo de que no se logró acumular reservas ni recuperar la confianza, ni de los propios argentinos ni de los mercados.

Si se mira el riesgo país de Argentina, no tiene nada que ver con el de otros países de América Latina ni con el de economías que funcionan razonablemente bien. Es cierto que bajó desde los 2.500 puntos, pero sigue siendo alto y el país aún no tiene acceso a los mercados de crédito.

El hecho de volver al FMI, necesitar recuperar reservas y tener que pedir prestado es una señal clara: se recurrió al prestamista de última instancia, lo que representa una medida de emergencia, el último recurso cuando ya no hay otra alternativa.

¿Quiénes le deben al FMI? Argentina es el mayor deudor. Le debe tres veces más que Ucrania, un país en guerra.

—Mientras Milei apuesta por la desregulación y un modelo de mercado sin intervención estatal, el escándalo de $LIBRA expuso las vulnerabilidades de un sistema sin controles. ¿Hasta qué punto este episodio puede erosionar la confianza en su proyecto económico y acelerar una crisis de gobernabilidad?

—El aumento del riesgo país en el último mes tiene que ver, en parte, con la situación internacional y el rebalanceo que se está dando tras la victoria de Trump y sus primeras decisiones. La otra parte está vinculada a la pérdida de reputación que generó el hecho de que el presidente recomendara una inversión que terminó siendo un fraude. Luego, hay una investigación judicial en marcha, tanto en Argentina como a nivel internacional, que excede este análisis. Pero lo cierto es que hubo un tuit que el presidente borró a las cuatro horas, que hubo gente que compró un activo cuyo valor luego se desplomó y que tanto la prensa nacional como la internacional pusieron en duda la transparencia de esa operación.

Por otro lado, muchos inversores se preguntan quién asesora realmente al presidente: ¿Luis Caputo o Mauricio Novelli? ¿Federico Sturzenegger o Hayden Davis? Luis Caputo podrá gustar más o menos, pero es un especialista en finanzas, alguien con trayectoria en el mercado financiero y experiencia en bancos de primera línea. Conoce el funcionamiento del sistema con un nivel de rigurosidad que pocos tienen. Y mientras tanto, el presidente estaba promocionando una criptomoneda que terminó dejando a muchas personas con pérdidas.

Todo esto genera incertidumbre y afecta la reputación del gobierno. Ese deterioro se refleja en el aumento del riesgo país y en un funcionamiento económico que se vuelve cada vez más precario.

—¿Puede Milei seguir sosteniendo un modelo de estabilidad basado en las restricciones cambiarias mientras permite una economía tan abierta en otros frentes, como el de las importaciones?

—El gasto en el exterior y las importaciones siguen siendo un tema central. En el Congreso, el presidente afirmó que, como parte del acuerdo con el FMI, se iba a avanzar hacia una mayor libertad cambiaria. Sin embargo, está claro que les está costando levantar el cepo.

Hoy existe el dólar blend, que es una intervención a través de los privados, además de ciertas intervenciones del Banco Central. El dólar, a su vez, está contenido no solo por las restricciones formales, sino también por la presencia del carry trade. Hay una especulación financiera muy grande, con muchos inversores apostando a tasas en pesos con la expectativa de, en algún momento, poder salir al dólar.

Todo esto tiene que ser sostenible en el tiempo. Y cuando la apreciación cambiaria se sostiene sobre el carry trade, sobre intervenciones en la brecha y sobre mecanismos poco claros, la salida del cepo se vuelve cada vez más complicada. Es un problema que Argentina tiene que resolver, pero para hacerlo de manera seria se necesita institucionalidad y un marco que piense en el largo plazo, no en cuestiones electorales de corto plazo.

Hoy no veo una salida inmediata del cepo, y menos aún sin reservas internacionales.

—¿Qué tipo de reforma laboral cree que sería viable en el actual contexto político y económico para mejorar la productividad sin caer en una mayor precarización del empleo?

—Se trata de encontrar un equilibrio entre facilitar el acceso al mercado de trabajo y garantizar empleos de calidad. Si la economía funciona y genera empleo formal, la propia dinámica económica impulsa la formalización. Pero si la economía no funciona, la precarización es inevitable. Pensar que el problema es el repartidor de Rappi o el chofer de Uber, y que la solución es sumar más restricciones, es no entender cómo funciona hoy la producción en el mundo.

Creo en los sindicatos, en la organización laboral, en la necesidad de leyes que protejan a los trabajadores, porque son la parte más vulnerable. Pero no creo en los abusos, en la litigiosidad excesiva ni en dinámicas que terminan incentivando el despido como un hábito. Cuando las empresas tienen que prever grandes pasivos laborales por juicios y costos excesivos, se genera un sistema parasitario que dificulta la generación de empleo. Es necesario pensar en un proceso de modernización que logre incorporar a más personas al mercado laboral en lugar de excluirlas.

El mercado de trabajo tiene un reflejo directo en el sistema previsional. La precarización no solo genera peores jubilaciones, sino también desbalances fiscales y un sistema de seguridad social con enormes agujeros. Hoy en Argentina hay 23 millones de personas en condiciones de trabajar o que buscan empleo, pero solo 12 o 13 millones están formalizadas entre monotributistas, autónomos, empleados del sector público y trabajadores del sector privado. ¿Y el resto? Cerca de 10 millones están en la informalidad o en situación incierta. ¿Qué implica esto a futuro? Que dentro de unos años prácticamente no va a haber jubilados, o van a ser muy pocos, lo que va a generar un deterioro social aún mayor. 

Hay que trabajar en un punto central: incorporar el concepto de productividad. Y eso implica desarrollo, infraestructura y planificación. A medida que Argentina logre mayor productividad, va a necesitar menos devaluaciones, menos política monetaria y menos ajustes cambiarios. En lugar de estar preocupados por el tipo de cambio, deberíamos enfocarnos en cómo producir más y de manera más eficiente, cómo mejorar la logística y cómo sacar al mercado lo que producimos.

—Entre 2003 y 2011 se crearon, en promedio, 320.000 puestos de trabajo registrados en el sector privado por año. Pero entre 2012 y 2019, esa cifra cayó drásticamente a apenas 1.600 empleos anuales. ¿Cree que hoy hay condiciones para una recuperación del empleo privado?

—No, porque si bien la economía puede crecer, este modelo productivo no genera empleo privado de calidad. Mirando los datos de ANSES, la cantidad de trabajadores formales en el sector privado sigue cayendo. El gran desafío para Argentina es conciliar el orden macroeconómico con la generación de empleo de calidad y condiciones de vida aceptables para una sociedad que quiere progresar.

—¿Puede ser que este gobierno genere crecimiento sin trabajo?

—Sí, ya pasó en los '90: la economía crecía, pero el desempleo también. En una etapa de la Argentina, se decía que éramos hijos del desempleo, que el gran temor era quedarse sin trabajo. Hoy, hay una generación que es hija de la inflación, que prioriza la estabilidad de los precios por encima de todo.

Hubo una época en la que se escuchaba mucho la idea de que gobernar era generar trabajo porque la falta de empleo había generado una angustia grande en la sociedad.

Los datos muestran que generar empleo es clave, pero tiene que hacerse desde una mirada productiva. No se trata de crear puestos artificiales desde el Estado, sino de fomentar el trabajo genuino. En ese punto, creo que hemos fallado.

—Si el gobierno busca reducir el déficit, ¿qué alternativas existen para aumentar la inversión en investigación y desarrollo sin que implique mayor gasto público? En su libro también destaca que es necesario reinventar el papel del Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI). ¿La inversión en ciencia y tecnología depende exclusivamente del sector público?

—No, es necesario interactuar con el sector privado, y hay experiencias concretas en ese sentido. INVAP es un buen ejemplo de colaboración público-privada, aunque con una fuerte participación del Estado. Recuerdo haber financiado desde ANSES unas obligaciones negociables para el desarrollo de reactores en Australia, y no solo se cumplió con el pago, sino que también se lograron los objetivos de desarrollo y luego se pudo acceder a otras licitaciones.

Hay que buscar mecanismos mixtos: asociaciones público-privadas, incentivos fiscales, esquemas de mecenazgo. Existen herramientas para fomentar la inversión privada en ciencia y tecnología, con el Estado como socio estratégico. La clave es encontrar la sintonía fina para desarrollar un modelo que vincule la investigación y el desarrollo con la producción.

Lo que sí queda claro es que en muchas áreas el respaldo inicial del Estado es clave. Su presencia otorga solidez y credibilidad, algo que se ve en economías como la de Estados Unidos, Brasil o China, donde se invierte fuertemente en desarrollo y tecnología. En esos países no es solo una cuestión de innovación, sino de estrategia productiva: invierten en lo que necesitan defender, en su industria, en sus trabajadores, en su gente.

—Retuitea con frecuencia a figuras de distintos espacios políticos y del pensamiento económico, desde Randazzo y Pichetto hasta Gerchunoff y Rapetti, pasando por Larreta, Stolbizer y Massot. ¿Cómo definiría el hilo conductor entre estas referencias? ¿Es una visión compartida del desarrollo argentino o una estrategia para construir un nuevo espacio político?

—Hay un grupo de dirigentes políticos que comparte un método más racional de hacer política, con un profundo respeto por la democracia y las instituciones, y con una mirada productiva. No les da lo mismo si hay más o menos trabajo.

El gobernador de Córdoba, Martín Llaryora, por ejemplo, tiene una mirada productiva. Se formó en el Ministerio de Desarrollo Productivo de Córdoba, fue vicegobernador, diputado y siempre estuvo enfocado en cómo producir, cómo industrializar, cómo mejorar la logística para sacar la producción. Lo mismo sucede con otros referentes como Emilio Monzó y Nicolás Massot. También hay gente que viene del periodismo y la academia, como Martín Rodríguez, Federico Zapata y Pablo Touzón, con quienes tengo buena relación y me interesa mucho lo que hacen.

Muchos de nosotros venimos del peronismo y tenemos una mirada crítica sobre lo que fueron sus últimos años, sobre cómo se manejaron ciertos aspectos del Estado y, sobre todo, el poder. Hay una reflexión sobre cómo actualizar el modelo económico y hacia dónde tiene que ir. Por eso hablamos de un capitalismo profundamente democrático, con instituciones fuertes, con un Banco Central independiente y una nueva institucionalidad.

Pero también compartimos una sensibilidad social. Creemos en la justicia social, entendida desde una perspectiva del siglo XXI, con nuevos tipos de trabajadores y nuevas dinámicas laborales. Mi madre es inmigrante, estudió en la universidad aunque no llegó a recibirse. Mi viejo, nieto de inmigrantes, tiene su pyme en un parque industrial. Mis hermanos y yo pudimos ir a la universidad. Esa historia de progreso es la que deberíamos poder replicar en la mayoría de los argentinos: la idea de que alguien puede venir a Argentina, crecer, estudiar, desarrollarse, concretar sus proyectos.

Esa lógica está totalmente alejada de lo que propone el gobierno actual. Con muchos de estos actores compartimos esta visión, más allá de las diferencias. Después, en algunos casos, además de coincidencias políticas hay vínculos personales. Con Florencio Randazzo, Nicolás Massot y Emilio Monzó, por ejemplo, tengo una relación política, pero también una amistad. Y compartimos la vida cotidiana, lo que nos pasa día a día.

—En su trayectoria política, usted pasó de ser un funcionario clave en ANSES durante los gobiernos de Cristina Kirchner a alejarse del kirchnerismo y alinearse con un peronismo más racional. Hoy, con el peronismo en crisis y una oposición fragmentada, ¿cree que su postura sigue siendo válida? ¿Contemplaría una reconstrucción del peronismo que incluya al kirchnerismo y a La Cámpora, o considera que esa etapa ya está superada?

—Ya pasó hace tanto tiempo. Hace diez años que no hablo con Cristina. Cristina sigue siendo la jefa de ese espacio político, el liderazgo de La Cámpora, de Kicillof y de todos esos sectores sigue estando en sus manos.

El peronismo tiene un rol en la sociedad argentina y, como tal, tiene que actualizarse. Ese es el debate que venimos dando hace tiempo. Tiene que ser un peronismo con una mirada productiva, con un Estado eficiente, con un compromiso profundo con la democracia. No se puede estar vinculado a Venezuela, en eso hay que ser claros y contundentes. También debe sostener una visión institucional fuerte, con respeto por la Constitución y el funcionamiento del Estado. Y, sobre todo, tiene que ser un espacio que logre un ordenamiento macroeconómico sin perder de vista la defensa de los trabajadores.

Cuando hay coincidencia en las ideas y en la acción, los límites entre espacios políticos son más difusos. Pero si el kirchnerismo pretende seguir conduciendo con las mismas prácticas y métodos de siempre, sin hacerse cargo del gobierno de Alberto Fernández, entonces el peronismo no tiene argumentos para presentarle a la sociedad.

—¿Qué le falta al peronismo productivista para ganar una elección nacional?

—No lo sé. Hoy parece que es más fácil insultar en redes o arrancar un tuit con un "Che" que construir un discurso racional, elaborado, con una visión política más compleja. Son los tiempos que corren. Sabemos que hoy no estamos de moda, pero también sabemos que los humores de la sociedad cambian, que oscilan entre posiciones radicales y más moderadas.

Si hay una alternativa política con una mirada moderada, racional, criteriosa y profundamente democrática—y lo reitero, profundamente democrática, sobre todo en este contexto de creciente autoritarismo—, creo que hay una oportunidad de volver a conectar con la sociedad. Y ese es el desafío más difícil. Los acuerdos entre cúpulas no sirven de nada si no hay una sintonía con la gente.

No creo en ponerle sellos a nadie, como si fueran ganado. Lo que importa es construir una alternativa que respete la democracia, que tenga una mirada capitalista y un sentido de desarrollo. Ahí sí hay oportunidades para convocar a muchos argentinos. Y también hay una generación de jóvenes a los que hay que escuchar y darles protagonismo en la vida pública. Hoy la política es mala palabra, pero en algún momento va a haber un resurgimiento donde la gente quiera participar, proponer y organizarse para vivir mejor.

No sé si La Cámpora es la misma que hace diez años. Lo que sí creo es que algunos actores tienen que hacer autocrítica, porque fueron parte del gobierno, tomaron decisiones y tienen una responsabilidad en que hoy Milei sea presidente. No sé si son plenamente conscientes de eso.

—Para poder sintonizar con la sociedad, ¿cree que falta una dimensión más emocional? ¿Algo que logre conmover?

—Es que es muy difícil ser racional y, al mismo tiempo, generar entusiasmo. Uno invita a ser racional, ordenado, democrático, pero la gente también quiere sentir algo. Ahí es donde entra en juego la esencia del liderazgo político: la capacidad de ser racional, de tener un plan, pero también de hacer vibrar a la sociedad, de generar esa energía que hace que la gente diga "a este bondi me quiero subir". Nos cuesta encontrar ese equilibrio.

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