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Diego Golombek: “No hay ejemplo de un país desarrollado, sin fomento fuerte a la ciencia”

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Doctor y licenciado en Ciencias Biológica por la Universidad de Buenos Aires (UBA), investigador superior del Conicet y docente de la Universidad de San Andrés (UdeSA), donde dirige el Laboratorio Interdisciplinario del Tiempo y la carrera de Ingeniería en Biotecnología, y de la Universidad Nacional de Quilmes (UnQui), donde dirige el Laboratorio de Cronobiología, Diego Golombek se especializa en cronobiología, estudio de los ritmos y relojes biológicos. Ampliamente premiado por su labor como científico y como divulgador, incluyendo el premio Kónex, el IgNobel, el premio Kalinga-UNESCO, la beca Guggenheim y el premio nacional de ciencias Bernardo Houssay, Golombek participó esta semana de Agenda Académica, la sección de Perfil para que investigadores y docentes universitarios puedan difundir sus trabajos en los medios masivos de comunicación.

—En La ciencia es eso que nos pasa mientras estamos haciendo otras cosas, un muy interesante ensayo que acaba de ser publicado, usted invita a mirar la vida cotidiana con los ojos de científico. Para entender qué somos y de qué modo el cerebro construye nuestras percepciones, emociones y creencias, y para comprender el sueño, por qué nos enamoramos y por qué somos felices. ¿Por qué entender el funcionamiento de la ciencia es tan importante para los seres humanos?

—La ciencia es una forma de conocer el mundo. Es una forma curiosa, metódica, preguntona y hasta lúdica. Pero no se queda con eso, no se queda en conocer el mundo que ya, de por sí, es una virtud muy loable, sino que también busca incidir en ese mundo. Ese conocimiento, inevitablemente, a la larga, se transforma en aplicaciones, en mejoras, en cambios que redundan en una mejora en la calidad de vida de la gente. Es un proceso continuo. Es ver el mundo con ojos de científico. Y si uno lo hace honestamente, si uno lo hace, insisto, metódica y analíticamente, se cae en una aplicación. Pensarlo al revés, pensar que primero viene la búsqueda de aplicaciones es poner el carro delante de los caballos. No hay ejemplos en los cuales alguien se despierte un día y dice: “Voy a inventar algo que le cambie la vida a la gente”. No, primero viene la investigación larga, eso de mi mirar el mundo con ojos científicos para tratar de entenderlo, para tratar de robarle secretos a la naturaleza y en ese camino en el mejor de los casos te aparecen aplicaciones. ¿Y por qué entonces la ciencia es tan importante para los seres humanos? Primero, porque estamos en un mundo que nos pide que lo comprendamos. Estamos en una relación con la naturaleza compleja. Es, por un lado, una relación extractivista, porque vivimos de extraer alimentos o energía, y eso implica comprenderla para que sea una relación sustentable y simétrica, para que sea más pareja la ecuación. Entonces, es importantísimo conocer el mundo científicamente. La idea de conocer el mundo a través de mitos, de milagros, de supersticiones, de pseudo ciencias, en el fondo es muy corta. Tiene patas que se cansan mucho antes de la esquina. Entonces, el conocer el mundo es fundamental y es parte de nuestra nuestro mandato en la Tierra. Nuestro mandato en nuestro cerebro, que es un cerebro buscador de recompensas y buscador de preguntas. Por otro lado, la ciencia deriva en tecnología. Y la tecnología es fundamental para la calidad de vida. Es impensable un mundo sin ciencia y sin tecnología, porque sin esa tecnología no hay desarrollo posible. No hay ejemplo de un país desarrollado sin un fomento fuerte a la ciencia, sin un fomento fuerte a la tecnología. Entenderlo a la inversa es básicamente un oxímoron, no tiene ningún sentido.

—¿Y qué es la ciencia para usted, en términos más personales?

—Por un lado, es una profesión que no está nada mal. La profesión de científico, que no tiene la mejor prensa últimamente en nuestro país y en algún otro país que de cuyo nombre no quiero acordarme, es una excelente profesión. Porque vivir de hacer preguntas, vivir de preguntarle cosas a la naturaleza y que cada tanto te devuelva alguna respuestita, es muy valioso. Una respuesta que en realidad no se cierra, sino que te abra nuevas preguntas. Porque una buena pregunta científica no se cierra con una respuesta, sino que se abre a nuevas puertas. Entonces, por un lado, es una profesión maravillosa, extraordinaria, que me abrió muchas puertas, amistades, relaciones. Que me permitió entender y que me despertó pasiones. El científico no es un genio, en todo caso es un apasionado o una apasionada. La ciencia no es para mentes superiores, sino para gente que se quiera dedicar a la ciencia. Y, por otro lado, es el invento más poderoso de la humanidad. Es el mayor invento porque es tratar de entender algo experimentalmente con las reglas que tienen los experimentos, pues de lo contrario, nunca vamos a entender nada. Tener esa herramienta, que tiene una evolución, al igual que la mayoría de los inventos y culturas, es lo que nos ha hecho tan poderosos como especie. Pero, como sucede con Spider-Man, tanto poder conserva también mucha responsabilidad. Es la herramienta más poderosa para tratar de entender el mundo.

—En la respuesta anterior mencionó la mala prensa que tiene hoy la ciencia en nuestro país y en La ciencia es eso que nos pasa mientras estamos haciendo otras cosas usted también analiza cómo se relaciona la ciencia con todos los aspectos de la vida cotidiana, desde la política a la imaginación que nace en los sueños. En ese sentido, desde que asumió Javier Milei, se ha iniciado un debate muy profundo sobre el rol de la ciencia en la Argentina. ¿Cuál es la relación que, en este contexto, tiene hoy la ciencia, citando su libro, en la vida cotidiana y en la política, en esta nueva etapa marcada por la presidencia de Milei?

—Debiera tener una relación enorme pero está, efectivamente, en duda. Y es algo bastante inédito para lo que es nuestra historia porque, de algún modo ya hemos tenido épocas en las cuales la actividad científica se ha visto muy dificultada, sobre todo en términos presupuestarios. Tuvimos épocas terribles para la ciencia. Ni qué hablar de las dictaduras, por supuesto. Pero aún en democracia hemos tenido momentos realmente graves de presupuesto, hemos tenido exilios masivos, hemos sufrido cuestiones muy complicadas. Pero siempre hemos salido, hemos salido de esto más temprano que tarde o más tarde de temprano en algunos casos. Lo inédito de este caso es poner en cuestión la ciencia, poner en cuestión la ciencia como herramienta para comprender la realidad e incidir en ella. Eso me tiene un poco paralizado, un poco desconcertado. ¿Qué se hace frente a este discurso? Un discurso que es falaz y tiene muchísima ignorancia. Y tiene también algo de maldad porque se afirman cuestiones sin ninguna base de evidencia. Y la ciencia sin evidencia, no es ciencia, no se puede llamar ciencia. Y quedás en falso, quedás como el que pega primero pega mejor. ¿Hay un mínimo de responsabilidad del sistema científico? Sí, pero muy mínimo. La verdad es que a nosotros nos cuesta mucho en épocas normales, no revolucionarias, salir a contar la ciencia, salir a contar qué hacemos, por qué es importante. Lo hacemos ahora, cuando estamos bajo un ataque que, insisto, es inédito, malvado, a veces un poco tonto y claramente ignorante. La combinación de maldad, de ignorancia y estupidez me parece muy peligrosa y estamos viéndola de una manera atroz. Cuando en esta en esta coyuntura se ataca al sistema científico con mentiras, con cuestiones que tienen falta de evidencia, nos deja un poco en falsa escuadra. ¿Qué puedo contestar frente a eso? Sin embargo, tenemos que ser pacientes. Y tenemos que salir a contestar. Tenemos que contar lo que hacemos como parte de nuestro trabajo, contar la ciencia como parte de hacer ciencia porque es la única herramienta que tenemos. Uno de los caminos para esto, que es el que a mí más me gusta, pero no es el único, es contar la ciencia como parte de la vida cotidiana. Un camino para mostrar que la ciencia realmente es una herramienta muy poderosa es tratar de analizar con ojos científicos lo que te pasa en la cocina, en el baño, en el dormitorio, en el colectivo. Porque también hay anticuerpos frente a la ciencia. A mucha gente le decís: "Te voy a hablar de ciencia”. Y se van corriendo. Te dicen: “No, si yo me llevé matemática en cuarto año, ¿cómo vas a hablarme de eso?”. En cambio, si le decís: "Te voy a hablar de fútbol, te voy a hablar de música, te voy a hablar de recetas de cocina”. Eso sí les interesa. Porque detrás de todo eso hay ciencia. Por tanto, para mí es un buen argumento, una especie de ciencia de contrabando, que a mí me ha servido mucho a la hora de la comunicación pública de la ciencia. Lo que no quita, que también hay que contar, noticias de ciencia, aplicaciones de ciencia, o lo que hacen nuestros científicos y científicas en todo el país. Pero esa es la única herramienta que tenemos para contestar esto que, insisto, nos tiene un poco paralizados y un poco desconcertados.

—En Las neuronas de Dios, un muy inteligente trabajo que usted publicó hace ya algunos años, se retoma el siempre presente debate entre ciencia y religión desde un planteo novedoso, en el que usted demuestra que los estudios científicos revelan que la religión tiene un efecto ansiolítico, estimula la empatía con los demás y los lazos comunitarios, y aporta mayor seguridad personal. Curiosamente, es lo mismo que podría decirse de la ciencia. Por lo tanto, ¿cuáles son las similitudes y las diferencias entre la ciencia y la religión?

—Algo que cuento en ese libro, y me parece interesante, es pensar la relación entre ciencia y religión con un enfoque preposicional. Pensar qué preposición va en el medio. La que suele ir es una preposición que enfrenta a la ciencia y religión, ciencia contra religión, versus religión, antireligión, o lo que fuera. Y me parece que eso no nos lleva a nada. Nos lleva a una grieta, otra grieta más, que se convierte en un diálogo de sordos, porque la base de la ciencia y la religión es diametralmente opuesta. La base de la ciencia es la evidencia, la base de la religión es la fe. Por lo tanto, claramente, si uno escarba debajo de la superficie, hay un choque de civilizaciones entre ambas. Pero lo que sí podemos hacer, es tratar de entender científicamente a la religión. Entender cómo es la preposición. Poner, por ejemplo, una ciencia de la religión. Y tratar de mirar y entender por qué tanta gente, estamos hablando de más del 80% de la población, es creyente en algo sobrenatural, algo que no puede explicar y algo que dice que está más allá de las leyes de la química y de la física. Es decir, más allá de la ciencia. Y una enorme proporción de esa gente creyente organiza estas creencias a través de rituales, a través de mitos comunes y eso se llama religión. Religión es un fenómeno social, es un fenómeno que va cambiando en la historia y la geografía. Las creencias no. La creencia en algo sobrenatural se ha mantenido a lo largo de la historia, desde que somos humanos y está en toda cultura y en toda geografía. Entonces, uno puede decir, que es un fenómeno cultural, una construcción humana. Pero también uno podría hacerse la hipótesis alternativa: si a lo largo del tiempo tanta gente mantiene esta hipótesis de creer en algo más allá, que lo puede llamar Thor, Zeus. Dios, energía, o el monstruo espagueti volador, uno entonces podría preguntarse si no será que tenemos cierta propensión biológica a la creencia en lo sobrenatural, porque de alguna manera nos ayuda o nos ha ayudado como civilización a ver señales en la naturaleza para evitar un problema. Algo que te dice que hay que salir rajando en algún momento de un lugar, y si saliste corriendo, te salvaste. Pero si te quedabas parado te caía un mamut encima o un árbol. Es una hipótesis un poco exagerada tal vez, que dice que efectivamente, puede haber algo biológico en la creencia en lo sobrenatural. Algo que fue heredándose, por selección natural, a través de una cuestión de adaptación a darwiniana, y por eso la enorme mayoría de la población sigue creyendo en algo sobrenatural. Y ahí aparece la contrapregunta: ¿entonces qué pasa con los que no creen? Los ateos serían mutantes en ese sentido casi literalmente. De acuerdo a esta hipótesis, el ateísmo sería una forma cultural de pasar por encima sobre un mandato biológico. Es algo que me parece interesante para iniciar un debate. No creo tener ninguna verdad en esto, pero hay evidencias de una cierta heredabilidad de la creencia en lo sobrenatural, de circuitos cerebrales que se activan cuando una persona está en un trance religioso, cuando está rezando, o cuando está teniendo una visión. Incluso los grandes místicos de la historia, como Juana de Arco, la monja Hildegarde, Teresa de Ávila, el indio Juan Diego, Saulo de Tarso, San Pablo, te sorprenden. Analizás las descripciones históricas de lo que le pasó a esta gente y un neurólogo te dice que esta gente teniendo un foco epiléptico. Porque algo está pasando en el cerebro. Algo que le presenta esa visión a Juana de Arco sobre el arcángel Gabriel. Es verdad, le está hablando al oído. Uno puede decir que está chiflada. Tal vez sí estaba chiflada, uno no puede saberlo. Pero para ella, el arcángel le estaba hablando de verdad. Y es ahí donde uno se pregunta ¿por qué se activa un área del cerebro que hace aparecer esas alucinaciones? Por eso me parece fascinante, tratar de entender la religión y, sobre todo, la creencia en lo sobrenatural desde un punto de vista científico. Porque eso persigue a otro de los objetivos científicos que es entendernos a nosotros mismos, entender qué es esto que somos.

—Respondió sobre las diferencias entre la ciencia y la región. Pero la pregunta también planteaba las similitudes: ¿en qué se parecen la ciencia y la religión?

—La ciencia y la religión son organizaciones, son instituciones. Son instituciones con ciertas jerarquías, con ciertos mandatos, con ciertos ritos de pasaje, con aprendizajes que se han instituido. Son formas de mirar el mundo distintas, pero tienen ese proceso en común. De nuevo, uno escarba un poco y hasta ahí llegan las semejanzas. Y hay excepciones a esto. Uno puede decir, y entonces cómo es que hay tantos científicos religiosos o científicos creyentes, y muy creyentes. Francis Collins, el director del proyecto Genoma Humano, es un cristiano renacido. Y él dice: “Yo estudio el genoma humano porque son las letras de Dios”. Pero la ciencia, casi por definición, no puede decir: hasta acá llega la ciencia y para allá no sabemos. Hay una contradicción en aquellos científicos que son profundamente religiosos porque en algún momento tienen que enfrentarse con ese abismo. Hasta acá la ciencia, más allá no sé. Y eso no es un argumento científico. No sé cómo convive en la mente de un científico profundamente religioso, creyente, estas dos vertientes que, sabe bien el científico, tienen una base muy distinta.

—En Relojes y calendarios biológicos, un libro que usted publicó en 1992 junto a otros autores, se analiza la sincronía del hombre con el medio ambiente, a partir del estudio del reloj biológico. Este es un campo en el que usted se especializa, por lo tanto, ¿qué es lo que más le llama la atención de los cambios producidos en estas tres décadas, en relación al reloj biológico del hombre y su vínculo con el medio ambiente en medio de esta era de la hiperconectividad digital?

—Hay muchos cambios, de hecho, se ha establecido como disciplina fuerte en estas décadas. En ese momento, nosotros éramos una manga de medio chiflados dispersos que estudiábamos estos relojitos y hoy tenemos un Premio Nobel que lo estudia, sin ir más lejos. Y eso simbólicamente quiere decir “mamá, llegué”. Es una disciplina, se publica en las mejores revistas, hay gente extraordinaria que uno se saca el sombrero, realmente se aprende muchísimo. Así que disciplinariamente hay un cambio fuerte. Por un lado, hay un avance enorme en el conocimiento de los mecanismos del reloj biológico. ¿Cuáles son los genes? ¿Cuál es la regulación de esos genes? ¿Qué pasa cuando cambian esos genes, y si eso produce alguna algún cambio en el reloj o en el sueño o lo que fuera? Y el otro gran cambio es que, de alguna manera, estamos preparados para un mundo que ya no existe. Estamos preparados para un mundo en el cual hay días y noches, somos bichos diurnos que estamos activos de día y que dormimos a la noche. Cambiamos de acuerdo a las estaciones, pero eso no pasa más. De noche prendemos la luz. Prendemos el aire acondicionado en verano. Trabajamos a la noche. Volamos atravesando husos horarios. Dormimos acompañados de pantallas, y esto se ha acentuado muchísimo en las últimas décadas. Todo esto lleva a trastornos bastante novedosos de este reloj biológico que tenemos. Por ejemplo, un mal sueño no es solamente estar somnoliento al día siguiente, sino que es también enfermarse más, tener más accidentes, o que baje la productividad. Hace muy poquito publicamos un trabajo con Walter Sosa Escudero, un colega economista, en el que calculamos que en Argentina los trastornos de sueño cuestan alrededor de un 1,3% del PBI. Es un fangote de plata. Porque al faltarnos sueño, faltamos a la escuela, faltamos al trabajo, o llegamos tarde y nos enfermamos más. De nuevo, un buen ejemplo de ciencia aplicada. Esta hiperconectividad trae asociado mucho más estrés, y el estrés es el enemigo número uno del sueño, el amigo número uno del insomnio. El uso de luz, que se ha popularizado tanto en estas décadas, está muy bien en términos energéticos, pero también tiene el problema de que la luz led emite una longitud de onda que estimula el reloj biológico de una forma más fuerte. Te vas a la noche con tu luz led y el reloj reprime el sueño. No solo eso, también hace modificaciones metabólicas. Por ejemplo, si dormís con la tele prendida, aún con los ojos cerrados, engordás. Así que ya sabés, no son los ravioles, es la tele que tenías ahí prendida. Con lo cual estamos yendo a una exageración de estos trastornos inducidos antrópicamente, tanto a nivel individual como a nivel social. Y de eso nos dimos cuenta hace poco. En los últimos diez años entendimos que hay que reparar relojes rotos, que hay que sincronizar mejor nuestros ritmos porque mejoran nuestra calidad de vida, mejoran nuestra salud y en definitiva mejoran nuestra economía.

—Esta sección se llama Agenda Académica porque propone brindarle a docentes e investigadores un espacio en los medios masivos de comunicación para que difundan sus trabajos. La última pregunta tiene que ver, precisamente, con el objeto de estudio: ¿por qué decidió especializarse en cronobiología, el estudio de los ritmos y relojes biológicos?

—Yo no sé muy bien por qué entré a la Facultad de Ciencias Exactas. Yo venía por otro lado, venía por cuestiones más humanísticas, literarias, trabajaba en periodismo desde los 15 años. Pero me metí en Exactas y no entendía nada, no me iba bien, hasta que, de pronto, apareció el cerebro. Segundo, tercer año. Y dije: “¡Wow, pará pará! ¡Esto es muy loco! ” . Adentro del cerebro había un pedacito de cerebro que medía el tiempo y le decía al cuerpo qué hora era. Había un reloj del lado de adentro. A mí el concepto del tiempo siempre me fascinó. Me fascinó literariamente, leía a Cortázar o a Borges sobre el tiempo, lo pensaba filosóficamente. Entonces, cuando pude entender que podía asociar ese interés, casi sería literario en el tiempo, a un interés científico, dije: “Esta es la mía”. Y desde entonces me dedico a esto. Y la verdad es que me encanta. Estoy muy contento con quiénes han sido mis maestros y con la posibilidad de dejar cierta huella en la gente que yo he formado. Y si en esta última etapa que me queda de actividad científica, puedo tratar de volcar toda esa experiencia en cuestiones de políticas públicas, entonces tachame la doble.

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