Pido perdón por comenzar esta nota con una obviedad: lo que hacemos cotidianamente depende, en buena medida, de nuestro cerebro. Poco te sorprenderás si afirmo que, en cualquier momento de la vida, lo que podemos hacer, pensar y sentir está fuertemente influenciado por nuestras neuronas y sus conexiones. Ahora bien, lo que tal vez no sea tan obvio es que lo opuesto también es cierto: nuestro cerebro depende, en buena medida, de lo que hacemos cotidianamente.
Sucede que el cerebro no es inmutable y, salvo en casos patológicos, no cambia por mero capricho. Más bien, nuestras neuronas y sinapsis, así como los procesos que entre ellas emergen, se reconfiguran en función de las experiencias diarias, sobre todo aquellas a las que nos enfrentamos con recurrencia. Gracias a este hallazgo, las neurociencias avalan al historiador Will Durant, quien sostuvo que “somos lo que hacemos una y otra vez”.
Buena parte de lo que sabemos al respecto surge de estudios sobre personas que, por entrenamiento o exposición constantes, devienen expertas en determinado campo. Si alguien pasa horas y horas cada día realizando una tarea particular, ¿en qué difiere su cerebro de aquellos que carecen de tal práctica? Recorramos esta pregunta de la mano de taxistas, fonetistas, tangueros, intérpretes y, aunque parezca absurdo, gente que habla al revés.
Se hace cerebro al andar
A fines del siglo XX, antes de muñirse de GPS y Waze, los taxistas debían memorizar cada recoveco de su ciudad, cada minucia del tránsito, cada cambio de reglas urbanas. En una serie de estudios, Eleanor Maguire se preguntó si esa capacidad implicaba alguna huella cerebral distintiva. El estudio reveló que, a mayor experiencia en la profesión (medida en horas de manejo), mayor era el tamaño del hipocampo posterior, región subcortical fundamental para ubicarnos y desplazarnos en el espacio. Otras investigaciones mostraron que los taxistas presentan patrones de conectividad distintivos en redes cerebrales que participan de procesos atencionales, implicados, entre tantas otras cosas, en monitorear el tráfico y los peatones. Parecería que el “cerebro tachero” se ajusta a las exigencias cotidianas. Estos cambios, claro, se resisten a la introspección. Entrevistado por BBC News, el taxista David Cohen declaró: “Nunca noté que me creciera nada; te deja pensando qué pasará con el resto del cerebro”.
El cerebro incluso se amolda a nuestras experiencias lingüísticas. Una profesión menos conocida es la del fonetista, especialista en el análisis y la transcripción formal del habla humana. Ello requiere “refinar el oído” para captar detalles sutiles de pronunciación y registrarlos mediante símbolos escritos. Distintas investigaciones de Narly Golestani, en Viena, muestran que estos expertos, en comparación con personas sin entrenamiento fonético, poseen diferentes densidades de materia gris y blanca en la corteza auditiva y la circunvolución frontal inferior, regiones fundamentales para vincular la percepción de sonidos lingüísticos con los movimientos bucales necesarios para su producción. De hecho, a más años de experiencia en la profesión, más pronunciados resultan esos patrones cerebrales. De nuevo, la neurobiología se calibra según las vivencias que le deparamos.
De este lado del charco, los científicos Lucía Amoruso y Agustín Ibáñez tuvieron ocasión de explorar las particularidades del cerebro tanguero. Convocaron a bailarines novatos, principiantes y expertos, y midieron su actividad cerebral mientras veían videos de pasos de tango. En algunos de ellos, los pasos se ejecutaban correctamente, mientras que, en otros, ocurrían errores. El estudio reveló que sólo los expertos anticipaban los errores antes de que sucedieran. La actividad en sus áreas frontales, motoras y visuales se modulaba antes de que el protagonista del video cometiera el yerro e incluso antes de que los propios participantes presionaran un botón para señalar el error. Lo interesante es que los tangueros no se habían entrenado puntualmente en la detección de errores en videos. Más bien, esa microhabilidad se desarrolló, implícitamente, mientras se focalizaban en mejorar la macrohabilidad de la danza en su conjunto. Esto indica que nuestras capacidades cerebrales pueden generalizarse más allá del ámbito puntual en que las cultivamos.
Lo mismo observamos, con nuestro equipo, en investigaciones sobre intérpretes simultáneos. En conferencias internacionales, estos profesionales escuchan a un orador en una lengua (digamos, inglés), reformulan lo que dice en otra lengua (digamos, español) y, mientras hacen esto último, escuchan, comprenden y retienen la siguiente frase del orador para continuar el ciclo. Se trata de una tarea que exige al máximo múltiples sistemas neurocognitivos y su práctica constante, de hecho, termina reconfigurándolos. En comparación con otros bilingües, los intérpretes presentan diferencias anatómicas y funcionales en regiones cerebrales que participan de la selección de palabras, la comprensión del lenguaje y la retención de información en memoria. Lo más llamativo es que cuando los intérpretes realizan otras tareas que implican esas capacidades, suelen manifestar ventajas. Por ejemplo, si se les pide memorizar secuencias de dibujos o números, los intérpretes superan a profesionales de otros ámbitos. De nuevo, durante su formación, estos especialistas no realizan ejercicios específicos para potenciar su memoria operativa. Más bien, esta capacidad se robustece inconscientemente cada vez que realizan su labor y las ventajas alcanzadas luego afloran en otras tareas que la ponen en juego.
Ahora bien, no hace falta que una habilidad sea esencial, solemne o siquiera útil para que el cerebro se adapte a ella. Hace unos años, con nuestro equipo investigamos a personas que dedicaban buena parte de sus días a hablar al revés. Sí, eso mismo: hay individuos que pasan incontables horas dando vuelta oraciones y palabras hasta que devienen expertos (por ejemplo, en vez de decir “leamos esta nota”, dirían “aton atse somael”). Descubrimos que los hablantes inversos, comparados con hablantes normales, mostraban configuraciones cerebrales particulares en vías cerebrales que sustentan procesos fonológicos, visuales y de coordinación cognitiva. Tales mecanismos son los que nos permiten identificar y producir sonidos lingüísticos, figurarnos sus formas escritas y ordenarlos según necesitemos –o sea, las mismas actividades cognitivas que implica el habla inversa. La moraleja es que el cerebro se adaptaría incluso al más trivial de nuestros hábitos.
Cuando hacemos mancuernas en el gimnasio, nuestros músculos determinan cuánto peso podemos levantar; pero al hacerlo continuamente, el músculo se fortalece y nos permite levantar más peso. Algo similar sucede con los sistemas cerebrales. Tu cerebro determina lo que podés hacer en un momento dado, pero lo que hacés sostenidamente determina tu cerebro. Este ida y vuelta entre la biología y la experiencia es uno de nuestros mayores prodigios. En más de un sentido, y de modo bastante literal, nuestro cerebro es lo que hacemos de él.