Estudiar, trabajar, empezar y terminar una relación de pareja, maratonear una serie, contar cuántos pasos se dieron en el día, participar de una protesta o compartir noticias falsas. La vida entera tiene lugar en ese nuevo ambiente apantallado sobre el que indagan Eugenia Mitchelstein y Pablo J. Boczkowski en su libro El entorno digital. Surgido como compendio y ampliación de una serie de columnas periodísticas en las que los autores conversaban con colegas académicos, el texto aborda al mundo digital como aquello que moldea y envuelve nuestra cotidianeidad, tratando de alejarse de lecturas apocalípticas o pesimistas.
Pablo J. Boczkowski es profesor en el Departamento de Estudios en Comunicación de la Universidad Northwestern, donde fundó y dirige el Center for Latinx Digital Media. Eugenia Mitchelstein es directora y profesora del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad de San Andrés. Ambos son codirectores del Centro de Estudios sobre Medios y Sociedad en Argentina (MESO) y han escrito en conjunto anteriormente el libro La brecha de las noticias. La divergencia entre las preferencias informativas de los medios y el público.
Los tres entornos
De acuerdo con Mitchelstein y Boczkowski, los humanos nos movemos en tres entornos: el natural, el urbano y, ahora, el digital. “El entorno digital es la vida real, eso me parece importante recalcarlo. Es la vida real, no es que está por fuera o es distinto de”, subraya Boczkowski. Este nuevo entorno tiene, para los autores, cuatro rasgos básicos: la totalidad, la dualidad, el conflicto y la indeterminación. “La primera característica del entorno digital, la de totalidad, un poco se desprende de lo que nosotros veíamos: que todos los aspectos de la vida cotidiana estaban involucrados en el entorno digital y que, a pesar de que el entorno digital son dispositivos, programas y entidades separadas
–el teléfono, el software, los servidores que almacenan cosas en la nube, los cables submarinos que permiten que internet llegue a la Argentina– lo experimentamos, en general, como un todo”, explica a Ñ Mitchelstein.
Luego, la dualidad es una forma de percibir al entorno digital como algo dado, por fuera del control de las personas comunes, pese a que es algo que se construye socialmente. Aunque es cierto, aclara rápidamente Mitchelstein, que las relaciones de poder son desiguales entre los dueños de las empresas tecnológicas o programadores y la mayoría de los usuarios.
Las dinámicas relacionadas con la mediatización, la clase, la raza y la etnicidad y el género son algunas de las que atraviesan los distintos aspectos que se tratan en el libro. Misteriosos y casi mágicos, inocentes en su automatismo programado o culpables de crear divisiones, los algoritmos son los ladrillos del nuevo entorno, pero los autores insisten en recordar que están diseñados por seres de carne y hueso con intenciones, culturas, prejuicios.
Si nuestras sociedades no son igualitarias, se preguntan: ¿por qué lo sería el entorno digital?
Safiya Umoja Noble, una de las investigadoras citadas en el libro, muestra cómo los modelos predictivos de inteligencia artificial, al nutrirse de datos recolectados en el pasado, pueden mantener sesgos discriminatorios. Por ejemplo, ejemplifica cómo las búsquedas de Google asocian ciertos adjetivos estereotipados o imágenes sexualizadas cuando el usuario busca términos como “chicas latinas” o “chicas afroamericanas”.
Alertar sobre estos sesgos de la programación y sobre las estructuras de funcionamiento de los medios para poder reflexionar al respecto, dicen algunos de los entrevistados por Mitchelstein y Boczkowski, es fundamental en el ámbito educativo cuando se abordan estas temáticas.
“La (característica) que se desprende de la dualidad es el conflicto. No vamos a estar necesariamente de acuerdo ni vamos a tener los mismos intereses ni agendas en cómo se debe usar la tecnología”, agrega Mitchelstein. Pensar que la tecnología resuelve la política y las diferencias, acota Boczkowski, es una fantasía del Silicon Valley.
El rumbo futuro, en cambio, es indeterminado. “El conflicto es absolutamente inherente. Uno puede decir ‘es más probable que vaya para acá que para allá’, pero la historia de la humanidad muestra que la predicción es probabilística”, afirma Boczkowski.
Aunque ambos advierten el fenómeno de la polarización de los escenarios conflictivos, enseguida descartan que las redes sean las responsables. “Sí creo que hay posiblemente una intensificación emocional en la vida cotidiana de las personas”, aventura tentativamente Boczkowski.
En el libro, señalan que no hay evidencia concluyente para mostrar un correlato inexorable entre la circulación de fake news y comportamientos electorales. “Hay una cosa un poco snob o elitista, diría, atrás de eso, que es pensar que los algoritmos tienen efecto sobre ‘los demás’. Los demás votan a Trump, los demás votan Brexit. Más cerca, mi abuela o mi tía me mandan fake news por Whatsapp, no yo”, comenta Mitchelstein.
“Nosotros si algo quisimos hacer es que las columnas fueran claras respecto a los niveles de agencia que puede tener la gente”, sostiene Mitchelstein. Así, por todos los casos en los que el entorno digital reproduce desigualdades del mundo offline, los autores insisten en la posibilidad de prácticas emancipatorias creativas que utilizan los medios para llevar adelante luchas más fácil y masivamente que antes.
En campañas como las de Black Lives Matter o Ni una menos, el entorno digital cumplió un rol clave para dirigir la atención hacia cuestiones previamente relegadas socialmente. Aunque, como matizan los autores, no podrían haber sido tan efectivas sin el apoyo de un activismo con décadas de historia. Como señala Boczkowski: “El hecho de que haya más posibilidades, no significa que la lucha sea igual, porque en general no lo es. Pero sería bastante infantil pensar que lo es, porque no lo es en ninguna otra cosa”.