Desde el nacimiento mismo del constitucionalismo liberal con la Constitución de los Estados Unidos de América, la principal preocupación ha sido cómo diseñar un gobierno efectivo, pero a la vez limitado. La técnica para lograr ese equilibrio fue inventada por los constituyentes estadounidenses: separación de poderes con frenos y contrapesos y federalismo.
James Madison, uno de los principales inspiradores de la Constitución estadounidense, explicó en “El Federalista” que no basta con dividir el poder y atribuírselo a distintos órganos completamente desconectados entre sí. Por el contrario, es imprescindible que los distintos poderes del gobierno “estén tan conectados y mezclados como para dar a cada uno un control constitucional sobre el otro”. Eso es lo que diferencia la separación de poderes estadounidense de la del constitucionalismo francés, que luego se extendió a Europa continental: los frenos y contrapesos o checks and balances.
Así, el Poder Ejecutivo puede vetar un proyecto de ley sancionado por el Congreso, el Congreso debe aprobar el presupuesto para que el presidente pueda gastar, el Poder Judicial ejerce el control de constitucionalidad sobre los actos de los otros poderes y los jueces son designados por el presidente con acuerdo del Senado. Esos son algunos ejemplos de los frenos y contrapesos.
No conformes con eso, los estadounidenses crearon otra forma de distribuir el poder, ya no entre distintos órganos de un mismo gobierno, sino territorialmente. Eso es precisamente el federalismo: una forma de distribución geográfica del poder. Nuestro país adoptó los principios fundamentales del constitucionalismo estadounidense y, con ello, el federalismo. El principio es exactamente el mismo que el de la separación de poderes con frenos y contrapesos: distribuir el poder entre distintos centros interdependientes entre sí, de manera que cada uno de ellos tenga incentivos para controlar a los otros.
El federalismo se erige así en una formidable barrera contra el despotismo, ya que desconcentra el poder entre unidades que, constitucionalmente, son autónomas. Es por eso que todos los gobiernos autoritarios aborrecen el federalismo. En última instancia, lo que aborrecen es la libertad. Ningún gobierno arbitrario puede tolerar que existan centros de poder que no pueda controlar.
Una de las primeras medidas que adoptó Adolf Hitler, luego de que el Parlamento aprobara ilegalmente la ley de habilitación, fue la llamada eufemísticamente “igualación de los Länder (provincias) con el Reich”. A través de esa “igualación”, se disolvieron los parlamentos provinciales, se removieron las autoridades de los Länder y se las reemplazó por delegados (Reichsstatthalter) del gobierno central. Fue el fin del federalismo y la consolidación definitiva de la tiranía nazi.
En nuestro país, todos los golpes de Estado removieron a las autoridades provinciales y las reemplazaron por delegados designados por el gobierno nacional. Incluso gobiernos electos abusaron de las intervenciones federales, para desplazar todo atisbo de oposición. Un caso emblemático fue la intervención federal de la provincia de Corrientes en 1947, la única de las 14 provincias de ese entonces con un gobierno en manos de la oposición.
Otras formas más embozadas, pero no menos inconstitucionales, se han utilizado en nuestro país para disciplinar a las provincias. La principal herramienta ha sido la asfixia económica a través del uso discrecional y abusivo de aportes del Tesoro nacional. Para poder ahogar todo atisbo de independencia es fundamental hacer depender económicamente a las provincias y a la ciudad de Buenos Aires de la billetera del Ejecutivo nacional. Un gobernador mendicante es un gobernador dócil. El círculo vicioso es alimentado también por muchos de esos gobernadores. Es infinitamente más sencillo vivir de la dádiva que tener que ser eficiente y vivir con recursos propios.
La reforma constitucional de 1994 intentó poner coto a esa situación. Lamentablemente, y como tantas otras veces, la Constitución ha sido grosera y sistemáticamente violada. En nuestro país el federalismo es un mero decorado. No es casual que se festeje como Día de la Soberanía Nacional el aniversario de una batalla en la que el tirano que gobernaba la provincia de Buenos Aires intentó impedir que las provincias pudieran comerciar directamente con el extranjero. Los nombres cambian, pero las maniobras son las mismas.
El actual embate contra la ciudad de Buenos Aires es idéntico al que sufrió, por ejemplo, la provincia de Córdoba hace no muchos años. Los gobernadores que defienden la quita unilateral de fondos a la ciudad de Buenos Aires y que instan al Poder Ejecutivo a alzarse contra una sentencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación no solamente justifican una grosera violación de la Constitución nacional, sino que, además, fomentan la eliminación del federalismo que falsamente dicen defender.
La disputa excede largamente la cuestión de la asignación de los fondos coparticipables. El objetivo final es reemplazar nuestro actual sistema constitucional y la democracia liberal que aquel consagra por un régimen populista abiertamente autoritario. La separación de poderes y el federalismo son las barreras que lo impiden. Defenderlos es defender la libertad.