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FuenteLa Nación

El regreso de un Trump recargado y plagado de iniciativas económicas unilaterales

Roberto Jose Bouzas

Tan ocupados estamos en nuestras propias incertidumbres que perdemos de vista las tensiones que agobian a la economía internacional. No se trata de contagios como los que siguieron a las crisis de las punto.com a principios de los 2000 o las hipotecas sub prime diez años más tarde, sino de un conjunto de tensiones estructurales que cuestionan los pilares mismos de la organización económica internacional de la posguerra (el “orden económico internacional liberal”).

En su formulación más benévola ese “orden” remitía a un sistema económico internacional abierto y basado en reglas. El actor clave en su construcción fue Estados Unidos, que no sólo le exportó muchas de sus reglas domésticas sino que también diseñó la arquitectura institucional plasmada en un puñado de organizaciones internacionales que sobreviven, con eficacia disímil, hasta hoy.

Durante su primer medio siglo el “orden económico internacional liberal” convivió con un arreglo económico paralelo organizado en forma rígida y jerárquica que orbitaba alrededor del poder y la influencia de la URSS. Ambos sistemas tenían una interacción económica muy limitada y sus vínculos estaban dominados por el conflicto geopolítico. El colapso de la URSS acabó con esa fractura y abrió la puerta a un período caracterizado por el optimismo del “fin de la historia”, el “unipolarismo” y la “hiperglobalización”.

Si bien el “orden económico internacional liberal” tenía sus virtudes (especialmente cuando se lo compara con arreglos internacionales precedentes), la extensión de la apertura y el papel de las reglas fue con frecuencia sobredimensionado.

Cuando se mira en detalle, la apertura siempre fue limitada y sujeta a excepciones y flexibilidades que permitían moderar las consecuencias (socialmente) más disruptivas de la creciente integración global (lo que la literatura llama “liberalismo enraizado”). La exaltación del papel de las reglas, por su parte, prefería subrayar las auto-limitaciones que esas reglas imponían a los actores más poderosos que las asimetrías que esas reglas reflejaban y reproducían.

Y de pronto, apareció un elefante en el bazar. En tan solo 25 años China pasó de tener un PIB (PPA) equivalente a un cuarto del de Estados Unidos a uno un 27% mayor, de contribuir con el 11% de la producción industrial mundial a aportar más de un tercio y de ser un productor y exportador de manufacturas intensivas en trabajo no calificado a ser líder en varias “industrias del futuro”. Paralelamente, China se transformó en un actor clave en las instituciones más representativas del “orden económico internacional liberal” –como la OMC, el FMI o el Banco Mundial–, desafiando el monopolio de la arquitectura heredada con nuevas iniciativas con proyección global.

En paralelo al rápido resurgimiento de China el arquitecto del “orden económico internacional liberal” comenzó a experimentar graves problemas, muchos de ellos producto de su propia manufactura. El déficit comercial aumentó exponencialmente (producto de decisiones de política macroeconómica y no, como sostiene la visión hoy predominante, de la política comercial), Estados Unidos vio desafiado su liderazgo tecnológico en sectores de punta, el clima social interno empeoró notablemente empujado por el deterioro en las expectativas de mejora económica, y su capacidad para ajustar las reglas del “orden económico internacional liberal” a su nueva posición en la economía global fueron tensando progresivamente la cuerda.

En este contexto fue ganando influencia la visión de que ese orden se había vuelto disfuncional para los propios intereses nacionales de Estados Unidos. Este diagnóstico se transformó en un ingrediente clave para la formulación de política, convirtiendo el unilateralismo y el uso más ostensivo del poder en la opción preferida.

Así, de activo impulsor de la liberalización comercial (primero multilateral y, desde la década del noventa, preferencial) Estados Unidos se convirtió en un usuario intensivo de políticas comerciales defensivas, de promotor de la liberalización de los flujos de inversión pasó a auditar esos movimientos con base en consideraciones de seguridad nacional, e incluso las propias instituciones internacionales cuya construcción había liderado sufrieron las consecuencias del cambio de época (paralizando, por ejemplo, el funcionamiento del mecanismo de solución de diferencias de la OMC).

La primera administración de Donald Trump fue una muestra temprana, que algunos tomaron como excepcional, de los nuevos tiempos. La administración de Joe Biden continuó varias de las políticas unilaterales de Trump y sumó nuevas medidas como restricciones a la exportación, limitaciones a la operación de y con empresas chinas y concedió masivos subsidios domésticos dirigidos a recuperar la infraestructura y el liderazgo tecnológico en sectores clave.

Si los anuncios del presidente electo se confirman, el próximo gobierno norteamericano anticipa un Donald Trump recargado y plagado de iniciativas unilaterales que tienen como foco no sólo a China, sino también a aliados y socios próximos como México, Canadá y la Unión Europea.

La magnitud del cambio paramétrico al que estamos asistiendo se puede advertir cuando líderes como Justin Trudeau o Christine Lagarde interpretan con cierto alivio que la amenaza de aumentar los aranceles en un rango variable preanuncia la voluntad de la nueva administración norteamericana de negociar. ¿Tan flexible se habrá vuelto el “orden económico internacional liberal” o estamos ingresando en una etapa enteramente diferente?

Si el nuevo gobierno norteamericano hace la mitad de lo que promete se habrá abierto la puerta a un período de deterioro de los vínculos económicos internacionales sin precedentes. Esta nueva coyuntura plantea un gran número de interrogantes: ¿Habrá “guerra comercial” o la voluntad y capacidad de adaptación de las contrapartes será suficiente para absorber el shock¿Los conflictos emergentes no pasarán del campo del comercio y las finanzas o se extenderán a otros dominios de la interacción internacional? ¿Qué impacto tendrá este nuevo nuevo ambiente sobre el “resto del mundo” en el que nos encontramos?

En resumen, estamos atravesando un momento histórico analíticamente fascinante pero materialmente riesgoso. Para países como la Argentina la flexibilidad y el pragmatismo deberían ser un reaseguro frente a la incertidumbre incrementada. Lamentablemente, ninguno de los dos parece estar en abundante oferta.

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