Eugenia Mitchelstein y las prácticas digitales: “Los niños son usuarios de internet antes de aprender a leer y escribir”
Como parte del ciclo de encuentros que Ticmas y la Universidad de San Andrés organizaron en la Feria del Libro, Eugenia Mitchelstein participó en una entrevista pública para hablar del ensayo El entorno digital que escribió junto a Pablo Boczkowski. El libro fue publicado por la editorial Siglo XXI y surgió a partir de una serie de columnas que los autores escribieron para Infobae, en las que buscaban plantear un análisis a contrapelo de la visión distópica con la que se suele abordar los desarrollos tecnológicos en los medios.
En El entorno digital, los autores plantean la manera en que la tecnología y la digitalidad está imbricada de forma que afecta la realidad en un sentido amplio: desde las citas románticas hasta cómo las relaciones intrafamiliares, la crianza, la educación, la identidad étnica, etc. Con testimonios unos cincuenta expertos de distintos países —desde Latinoamérica hasta Medio Oriente— y de distintas edades, géneros y profesiones, el resultado es un texto revelador con nuevas perspectivas sobre el alcance de las tecnologías en la sociedad.
“Estábamos en marzo de 2020 pensando la introducción, que es lo que uno escribe al final, aunque quede al principio, y empezó la pandemia”, dijo Mitchelstein. Los meses de la cuarentena fueron el marco en el que confrontación casi en tiempo real de lo que habían escrito y la demostración de que el entorno digital es fundamental en la vida cotidiana. El libro de Mitchelstein y Boczkowski acaba de ser publicado en inglés, en la editorial del Massachusetts Institute of Technology (MIT).
—Una de las cosas que llama la atención es que, en las estadísticas que ustedes manejan, de cada tres usuarios de internet, uno es menor de 18 años.
—Eso tiene que ver con la distribución de la población y con la facilidad de acceder a los dispositivos, que no necesariamente son computadoras. Pensemos en un chico de 3 o 4 años al que los padres le dan un teléfono con YouTube para entretenerlo. Es un usuario de internet, está en el entorno digital antes de aprender a leer y escribir.
—¿Cómo se entrena uno en ese entorno?
—Para seguir con la comparación que hacemos en el libro, pensemos en el entorno digital como un entorno que se superpone al urbano. Los seres humanos aprendemos a vivir en el entorno urbano desde muy chicos. Una de las primeras cosas que uno le enseña a un chico es cuándo cruzar la calle. Tenemos un capítulo dedicado a la crianza en el que hablamos, no de prohibirles a los chicos el acceso al entorno digital, sino de guiarlos. Además, Ellen Wartella, que es una de las principales psicólogas en desarrollo infantil y tecnologías, nos dijo que si bien la Asociación Americana de Pediatría dice que no hay que darles pantalla hasta después de los dos años, cuando uno sale a la calle o va a comer, ve un montón de padres que le dan el celular a sus chicos. Muchas de las recomendaciones de expertos chocan con las prácticas habituales de las familias.
—En una entrevista anterior, me decías que tus estudiantes se enteran de las noticias por TikTok. ¿Cómo convive el clip del chico que hace karaoke, el del que está bailando y el de la noticia del momento en una red social sin jerarquías?
—Hay una jerarquía, pero no es transparente. Es una jerarquía basada en los algoritmos, que, cuentan los que lo investigaron, se basa en lo que decidimos ver y cuánto tiempo lo vemos. Mientras otras plataformas, como Facebook o Instagram, tienen en cuenta qué ven tus amigos, qué pasa cerca tuyo, a qué le dan “me gusta” tus contactos, lo más importante en TikTok es qué ves y por cuánto tiempo. Si mirás noticias sobre la guerra en Ucrania, te va a mostrar más noticias sobre eso. Si preferís ver karaokes o desafíos o moda o chistes o memes, te va a mostrar eso. Hace un tiempo, yo investigaba las imágenes sobre cárceles que había subido Nayib Bukele, el presidente de El Salvador. Y mi TikTok pensó que yo estaba interesada en temas carcelarios: “A esta chica le gustan las cárceles, vamos a darle más”. Dejó de hacerlo cuando empecé a pasarlos más rápido, como si dijera que no me interesaba.
—Tenés que enseñarle el algoritmo.
—Claro, y es algo que hacemos todo el tiempo. Tengo un colega que se llama Ignacio Siles, que está en Costa Rica. Él dice que los seres humanos tenemos totalmente incorporado eso de enseñarle al algoritmo. Pensamos en el algoritmo casi como si fuera un amigo o una persona. Él, para un libro que publicó hace poco en MIT Press, hizo que la gente dibujara los algoritmos. Todos los dibujaban como si fueran personitas. Pensamos en el algoritmo como algo que podemos entrenar. A veces la gente se queja del algoritmo: “¡Cómo me está mostrando esto!”. Mi ejemplo favorito es el de un amigo, que me dijo: “TikTok me muestra chicas y armas”. Y yo le dije: “Será lo que te gusta ver, no te enojes con el algoritmo. A mí me muestra restaurantes y recetas”.
—Hace un tiempo tuve que escribir sobre el tango y tenía que escuchar muchas canciones. Pero para que Spotify no me cambie la música que escucho, las ponía en YouTube.
—Me encanta el ejemplo que das porque muchas veces nos planteamos como sujetos sin poder frente a los algoritmos. Tu ejemplo es el de alguien que piensa estratégicamente. No es que ahora, porque YouTube te muestra tangos, empezás a escuchar tangos sin parar. Eso fue para un trabajo puntual. Pero tu consumo musical está en Spotify. Por eso, antes que preguntarnos qué hacen los algoritmos con nosotros, me parece más interesante qué hacemos nosotros con los algoritmos. También es importante decir —y lo decimos en el libro— que los algoritmos no brotan del suelo ni caen del cielo. Los programan seres humanos. En el caso de las plataformas de streaming o de redes sociales apuntan a maximizar tu tiempo de permanencia en la plataforma.
—TikTok saca el reloj del teléfono.
—Claro, para que no veas cuánto tiempo estuviste. Pero también hay algo muy interesante en la idea de que estar en plataformas es perder el tiempo. ¿Por qué sería perder el tiempo a hacer algo que te gusta? Hay una cosa moralizante en el uso de plataformas que no pasa con otro tipo de consumos culturales. Es algo que, cuando yo era chica, pasaba por ejemplo con la tele.
—Voy a traer una pregunta que le hice a otros invitados del ciclo. En una entrevista a Tomás Balmaceda, él, en un momento, me dijo: “TikTok es droga dura”. Y yo recordé que hace diez o quince años Luis Pescetti me dijo lo mismo, pero de Twitter. ¿Por qué nos relacionamos con las redes desde la adicción?
—Es interesante la comparación con las drogas porque las drogas tienen componentes que hacen que sean muy difíciles de dejar, que provocan un síndrome de abstinencia y las redes no tienen ese componente fisicoquímico. Nada te impide dejar de entrar en Twitter. La droga tiene también la connotación de ser algo que disfrutas en el momento, pero que después te hace mal. Qué rico este cigarrillo; después lo voy a pagar, me voy a enfermar, etcétera. Es interesante cómo problematizamos el consumo de determinadas cosas. Ahora es TikTok, hace 15 años era Twitter, hace 35 la tele. En la década del 80, mi padre me racionaba el consumo de televisión. Ahora los padres les racionan el consumo de TikTok a los chicos, pero la tele está bien porque no se enfrascan. Es interesante que necesitemos recurrir a metáforas de la salud para hablar de consumos culturales. Y no somos los primeros. Mi ejemplo favorito es el Quijote. ¿Por qué se vuelve loco Alonso Quijano? “Del tanto leer y del poco dormir se le secó el cerebro”. La idea de que un consumo cultural puede tener consecuencias directas en tu salud y volverte loco existe desde que existe el consumo cultural masivo. Es decir, desde la imprenta.
—En el libro también hablan de las fake news. En los grupos de WhatsApp es muy fácil discutir y muy difícil cambiar de opinión. Las fake news, en cambio, sí parecería que nos afectan. Pero ustedes dicen que somos desconfiados hasta de eso.
—Lo que nos dijeron los especialistas que entrevistamos es que es muy difícil medir los efectos de la desinformación, porque es difícil medir los efectos de la información. Esto que decís, “no me cambia”: hay un montón de gente que, por más que le muestres mucha información sobre alguien a quien piensan votar, dicen “Yo ya elegí”. Pero lo que nos pasa a los argentinos y argentinas —puede pasar en otro país— es que desconfiamos mucho. La confianza en los medios y en los periodistas es muy baja en el mundo, y en Argentina es más baja que el promedio. Es una desconfianza que opera como una pátina y hace que la información y desinformación se resbalen.