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FuenteSilvia Stang

Jubilaciones del futuro: los datos de la realidad social que desafían al sistema previsional

Que la Argentina necesite o no una reforma previsional es una cuestión a la que vale mirar de frente, no por lo que pida o deje de pedir el Fondo Monetario Internacional, sino por el presente y el futuro de quienes habitamos el país. Varios aspectos de la realidad hoy se presentan como desafíos e interpelan al sistema jubilatorio en cuanto a la sostenibilidad de los pagos prometidos o, en todo caso, en cuanto a qué pagos podrá hacer.   Las tendencias demográficas; los altos índices de informalidad y precariedad laboral; el crecimiento de la participación, dentro del universo de registrados, de quienes trabajan por cuenta propia; la convivencia de una multiplicidad de regímenes especiales y diferenciales, y la necesidad que tuvieron en los últimos años muchos jubilados de ir a la Justicia a reclamar por sus derechos, son algunos de esos temas desafiantes.   La sola realidad del mundo del trabajo indica que, si se quiere un sistema sostenible, inclusivo y que otorgue ingresos socialmente aceptables, lograr una dinámica de creación y formalización de empleos debería ser una meta central. Sin mejoras en lo laboral, se condiciona toda posibilidad de eficacia de las medidas directas que se tomen sobre el esquema de jubilaciones.   Un punto sobre el cual advierten quienes estudian el tema es que los cambios en el esquema previsional deberían pensarse con un horizonte de largo plazo. El economista Oscar Cetrángolo, investigador en el Instituto Interdisciplinario de Economía Política de la UBA y el Conicet, señala que “no es razonable hacer cambios hoy para que impacten mañana, sino que hay que anticiparse una generación”. Y agrega: “No corresponde proponerse lograr una meta fiscal para los próximos años pensando en modificar las jubilaciones”.   En el texto del acuerdo con el FMI, recuerda Cetrángolo, se focaliza en cuestiones marginales. Y se ratifica la vigencia de la fórmula de movilidad aprobada en 2020 que, según la opinión del economista, “no aporta previsibilidad en cuanto al gasto”. “Es equivocado hacer una reforma solo para arreglar el déficit fiscal momentáneamente”, apunta José María Fanelli, economista especializado en temas demográficos e investigador en la Universidad de San Andrés. “Es lo que venimos haciendo y eso no sale bien”, agrega.   El 1° de marzo, en su discurso ante la Asamblea Legislativa, el presidente Alberto Fernández –que aplicó un fuerte ajuste a los bolsillos de los jubilados en 2020, tras lograr una ley que suspendió la fórmula de movilidad que había regido hasta 2019– dijo que no habrá reforma previsional.   Pese a que días antes de que se conociera un borrador del acuerdo el mandatario había afirmado que la cuestión jubilatoria no estaría involucrada, el texto de lo pactado con el FMI sí la menciona: dice que se hará un estudio con “opciones y recomendaciones para afianzar la equidad y la sostenibilidad” del sistema, pero luego aclara que el análisis se focalizará “en determinados regímenes especiales de jubilaciones alcanzados por la ley 27.546, así como en los mecanismos para facilitar la continuidad de la vida laboral de las personas”.   Esa ley está referida a los regímenes del Poder Judicial y del servicio exterior, reformados ya en 2020 y que, según estimaciones del Cippec, en 2021 tuvieron erogaciones equivalentes al 0,08% del PBI, frente al 8,3% del gasto previsional total que hace la Nación. Es decir, en términos fiscales, es un tema marginal.   En cuanto a facilitar la extensión de la vida laboral, la ley 27.426, de 2017, ya establece que las empresas no pueden intimar a los empleados a iniciar su trámite jubilatorio antes de que tengan 70 años, es decir, no pueden intimar a alguien hasta 5 y hasta 10 años después de cumplida la edad mínima para la jubilación, según se trate de un varón o de una mujer.   Más allá de que los aspectos básicos a definir por un sistema jubilatorio son a quiénes se les paga, cuánto se les paga (incluido el cómo mantener ese cuánto, es decir, la movilidad) y de dónde provienen los recursos que se estimen necesarios, es posible identificar varios desafíos de la realidad social vinculados con el tema.   Envejecimiento poblacional “Un error muy común es considerar que el envejecimiento es un fenómeno que reclama solo políticas para los adultos mayores, cuando en realidad es una de las formas de la transición demográfica y se necesita, para pensar políticas, un enfoque sistémico y que sea abarcativo de todas las edades”, dice Fanelli.   El economista recuerda que el país está atravesando su “bono demográfico”, que seguirá “hasta bien entrada la década de 2030″. El bono es un período caracterizado por una alta participación, sobre la población total, de las personas en edad de trabajar. Es un período que antecede a otro, en el que aumentará significativamente la proporción de adultos mayores.   Por cada 100 habitantes en edad activa, ahora hay 55 considerados económicamente dependientes (chicos de hasta 15 años y adultos de más de 64). Según proyecciones publicadas en el informe Los años no vienen solos, del Banco Mundial, esa relación pasará a 61 por cada 100 en 2050 y a 72 por cada 100 en 2100. Ese cambio será solo por una mayor participación de los adultos mayores.   “El bono demográfico es hoy. Y el trabajo formal viene estancado desde hace una década”, sentencia Fanelli, definiendo cuál es el problema en todo esto. Ganar puestos de empleo y productividad debería ser el objetivo principal en este período. Porque si no hay solución por ese lado, “ninguna reforma referida a la edad jubilatoria va a arreglar el tema”, advierte.   La prolongación de la vida laboral es mirada, de todas formas, como una herramienta positiva, en el marco de un replanteo más amplio de los sistemas laboral y previsional. Una tendencia en países que en las últimas décadas hicieron cambios es la de promover incentivos monetarios para retrasar el momento del retiro.   El envejecimiento no solo conlleva que haya más adultos mayores, sino también que sea más largo el período de sobrevida a partir de la obtención de una prestación, algo central para evaluar la necesidad de recursos.   Según datos publicados por el economista Hugo Bertín en su reciente libro La previsión social en la Argentina: pasado, presente y futuro, cuando se hizo la reforma legal que comenzó a regir en 1994 y que introdujo las edades jubilatorias hoy vigentes, la esperanza de vida tras el retiro había quedado en 21 años y 14 años para mujeres y varones. “A futuro, en 2030, por ejemplo, si no se introducen cambios en las edades mínimas, las mujeres percibirán el haber durante 26 años y los hombres, durante 17 años” (siempre en promedio), agrega el autor, docente de la materia Economía de la seguridad social en un posgrado de la Universidad Nacional de La Plata.   “Un aumento gradual de la edad de retiro no solo es relevante desde lo fiscal, sino que es aún más importante desde el punto de vista productivo y del bienestar de los individuos”, afirma Rafael Rofman, director del programa de Protección Social del Cippec. El argumento da fuerza a la recomendación de dar incentivos a trabajar más tiempo, vinculados con lo que se cobrará en la etapa de retiro. A la vez, la prolongación de la vida laboral está relacionada, dice, con mejoras en la condición de salud y con la incorporación de tecnologías que reducen los requerimientos de esfuerzos físicos para muchas tareas.   Con respecto a la ley que dispuso limitaciones a las empresas para intimar a jubilarse, Rofman dice que es “sin dudas positiva” y que sus efectos se irán viendo gradualmente.   Informalidad laboral La proporción de adultos mayores con ingresos mensuales en la Argentina pagados por el Estado es elevada. Pero el hecho de que, según datos oficiales, dos de cada tres jubilaciones que paga la Anses dependieron de una moratoria de aportes, y la estadística que muestra que en 2021 siete de cada diez nuevas prestaciones tuvieron ese subsidio, son un reflejo de una realidad laboral con fuertes debilidades.   Según datos de la Cátedra Unesco del Instituto Torcuato Di Tella, elaborados con información del Indec, el 50,9% de los ocupados (asalariados y cuentapropistas), está en la informalidad (dato del tercer trimestre de 2021), un índice que persiste y que incluso empeoró: en 2016 era del 47%. Mientras que ese problema es persistente, las moratorias tienen, por su diseño, un carácter temporal, además de que nacieron sin que se previeran ni sus costos ni su financiamiento. A los planes de pago con subsidio estatal de aportes no hechos en su momento (de eso se tratan las moratorias) se ingresa declarando deudas que corresponden a ciertos períodos, con fechas límites. Eso provoca una desigualdad en el acceso, porque se dan derechos en función de la fecha de nacimiento de las personas, aun cuando la situación socioeconómica de excluidos, incluidos y parcialmente incluidos sea de similares características.   “Las moratorias funcionaron como un mecanismo de emergencia, a un alto costo y generando desorden –evalúa Rofman–. Fueron positivas por su impacto social, pero no son la solución ideal”. Según el economista, es más razonable ir hacia un modelo que tome como base la Pensión Universal para el Adulto Mayor (PUAM), que asegure un ingreso básico para todos y uno variable según la cantidad de aportes hechos. La PUAM, prevista para personas de 65 años y más que estén en ciertas condiciones socioeconómicas, es de igual monto para todos –80% del haber mínimo– hayan aportado algo o nada (esa falta de proporcionalidad caracteriza al sistema jubilatorio en general).   Claudia Danani, investigadora en la Universidad Nacional de General Sarmiento, dice que la moratoria es “una versión criolla de un instrumento usado en varios países, que es el de subsidios a las cotizaciones”. Evalúa que “lo más curioso fue su masividad y eficacia, porque cumplió más que exitosamente con el objetivo de ofrecer una garantía de ingresos; lo que más se le critica es que se acepta la declaración de aportes impagos por años de trabajo que no fueron ‘realmente’ tales, pero esa crítica se hace desde una visión muchas veces entre obsoleta y malintencionada”.   Hacia adelante, en su opinión, la moratoria es perfectible, pero, en todo caso, lo que cree “imprescindible” es que haya una política universal de ingresos. Y agrega que, para considerar la cuestión del gasto, debe tenerse en cuenta el conjunto de todos los pagos, porque hoy, dados los recursos impositivos que usa el sistema, “nadie aportó por los haberes que recibe”.   Más allá de la modalidad que tengan, ¿cómo financiar ingresos para quienes no estuvieron dentro del esquema contributivo? En línea con lo observado por Danani, en el análisis debería considerarse que quienes sí aportan, no necesariamente pagan lo necesario para que el Estado pueda cumplir su promesa de pago. Es un tema que necesita evaluaciones y en el que la situación es heterogénea.   Cetrángolo afirma que habría que pensar un sistema para formalizados que, de aquí a unos años, sea sostenible con aportes y contribuciones, “porque los recursos que provienen de impuestos son necesarios para los informales”. La respuesta para quienes están en este segundo grupo, considera, está en la PUAM, pero con pagos proporcionales en función de la cantidad de aportes hechos.   Lo planteado por el economista implicaría separar lo contributivo de lo no contributivo, para poder definir qué se puede financiar en cada caso. En los últimos años, mientras se fueron desdibujando esos límites, el origen de los recursos tuvo modificaciones. Según datos citados por Bertín, en 2020 la participación de los aportes y contribuciones en los pagos fue del 50% (el resto, impuestos), mientras que en el año 2000 ese índice era del 40%; en 1990, de algo más del 70% y en 1970, de casi el 100%.   Un debate que surge ante un mercado laboral con tantos problemas es el referido a las consecuencias que habría si se incentivara a las personas a demorar su retiro.   Rofman cree que no habría un efecto significativo, porque “son pocos los casos en los que la permanencia en la actividad de personas mayores tiene un impacto relevante en la demanda laboral de jóvenes que ingresan”. Y explica: “Son otros perfiles, otras tareas y otras habilidades”.   Fanelli, en cambio, considera que con la prolongación de la vida laboral en un contexto como el actual, se podría alimentar la informalidad como vía de ingreso al mercado laboral, con los efectos negativos que eso genera.   En el universo de los informales y siguiendo los datos del Instituto Di Tella, el 48,3% es asalariado; el 45,3%, cuentapropista, y el 6,4%, empleador o trabajador de un emprendimiento familiar. Entender que las realidades de esos grupos son diferentes es central, advierte Danani. “Las condiciones en las que están unos y otros son muy distintas –dice–. Con sus límites, para el trabajo informal de baja calificación y baja productividad, hasta el momento el monotributo, el común y el social, parece ser la mejor alternativa; ofrece una salida limitada, pero es un instrumento integral”.   Más trabajo por cuenta propia El avance del monotributo, para no pocos analistas, presenta, en rigor, un desafío para el régimen jubilatorio. Según las cifras del Sistema Integrado Previsional Argentino, entre enero de 2012 y diciembre de 2021 la cantidad de anotados en el régimen impositivo simplificado en ese régimen creció 48,5% (son ahora algo más de 2,2 millones, incluidos los sociales). Y, en cambio, el número de asalariados del sector privado formal es ahora 1,5% inferior que el de 2012 (son 6,01 millones).   La prestación prometida en el monotributo, sin importar en qué categoría se esté, es el haber mínimo. Y la cuantía de los montos que se aportan, según evalúa Cetrángolo, convierte al esquema en un sistema “semicontributivo”. ¿Por qué? Un dato que puede observarse, dice, es cuántos aportes mensuales de monotributistas se necesitan para pagar un haber mínimo: en el caso de la categoría más baja, la A, esa relación es de 25,7 veces, mientras que en la más alta es de 10 veces. En el régimen de servicio doméstico, en tanto, con una contribución de $148,28, la jubilación mínima equivale a 220 veces el monto aportado.   En punto en cuestión es que las reglas generales del sistema fueron pensadas en otro contexto, en lo que se refiere (entre otras cosas) a la participación de determinados grupos de aportantes, cuyos pagos son evaluados como muy insuficientes para sostener las prestaciones (más allá de que se incorporaron mayores recursos de fuentes tributarias).   Multiplicidad de regímenes Un informe reciente del Cippec pone la lupa en los esquemas de excepción a las reglas generales que rigen para acceder a un pago mensual en una determinada etapa de la vida. Se concluyó que a esos regímenes corresponde el 40% del total de prestaciones y que a ellas se deriva el 55% de los recursos.   El universo es muy heterogéneo: están los regímenes “diferenciales”, motivados por el envejecimiento prematuro que se deriva de hacer ciertas tareas; los “especiales”, nacidos por el reconocimiento de ciertas funciones (docentes, científicos y funcionarios del Poder Judicial, entre otros); los retiros de las Fuerzas Armadas y de seguridad; los sistemas para empleados públicos de algunas provincias, y las pensiones no contributivas, vinculadas generalmente con la pobreza, aunque algunas responden a reconocimientos específicos (excombatiente de Malvinas, por caso).   Algunos rasgos que diferencian a estos sistemas del general son, según el caso, edades de retiro más bajas, menos años de aportes requeridos, la garantía de un ingreso que equivale a un porcentaje elevado del salario activo, una movilidad especial y aportes más altos durante la vida activa.   Según Rofman, se le debería prestar atención al tema, porque que haya regímenes más generosos que el general afecta la equidad y, como hay financiamiento con recursos tributarios, se provocan efectos distributivos no deseables. Las preguntas de fondo son, en todo caso, si cada sistema de excepción está hoy justificado, y si su diseño es razonables en función de lo que pasa no solo en un sector, sino en toda la sociedad.

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