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Los billetes y el valor de la historia

En ¿Ahora adónde vamos?, la bellísima película de la directora libanesa Nadine Labaki, se cuenta la historia de un pequeño y aislado pueblo en las montañas del Líbano. Hacía un tiempo se había descompuesto la antena del pueblo, lo cual había cortado completamente la conexión con el exterior y con ello el flujo de noticias del resto del país. Como resultado, se fue construyendo una suerte de armonía entre las históricamente enfrentadas comunidades islámicas y cristianas. Diluido el peso de la historia, quedaban visibles las necesidades cotidianas de la comunidad que, naturalmente, habían llevado a una convivencia constructiva. Un día unos adolescentes lograron montar una antena improvisada y el pueblo se reunió a la noche a escuchar las noticias. Pero fue tan solo prender el televisor para que miles de años de conflicto llegaran a través de las imágenes y resurgieran de inmediato la desconfianza y la agresión en la comunidad. En la película, las mujeres, salvadoras, se lanzan sobre el televisor y lo destruyen a piedrazos.

Me había puesto como objetivo no escribir sobre el tema de los billetes porque, como responsable de la serie con fauna y flora autóctonas, no podría dar una mirada objetiva. También porque no hay mucho que discutir. La democracia funciona así. Elegimos quiénes van a ejercer el poder durante un tiempo y delegamos en ellos ciertas responsabilidades. Por ejemplo, esta de los billetes. Fin. Por otro lado, los debates que surgieron alrededor del tema me parecen bastante opinables. Por ejemplo, mucha de la discusión fue sobre la decisión de no emitir denominaciones más altas, lo que obliga a imprimir una mayor cantidad de billetes. De hecho, recuerdo con orgullo cómo, al incorporar las denominaciones de 200, 500 y 1000, bajamos el costo de impresión de billetes de 200 millones de dólares en 2016 a solo 100 en 2018. Pero yo mismo he argumentado, en sentido contrario, que no emitir billetes de mayor denominación es una manera de “encarecer el uso del efectivo”, desalentándolo. Es una agenda que hoy, con la proliferación de medios electrónicos, tiene gran posibilidad de éxito. De hecho, es lo que hizo India, que de un día a otro eliminó todos los billetes de alta denominación y logró formalizar exitosamente su economía.

Pero no son estos temas lo que me motivaron a escribir esta nota sino la frase que, leí, había dicho el Presidente en el lanzamiento de la nueve serie: “Algunos quieren borrar la historia, que no recordemos, que nos olvidemos”. Es una frase que me maravilló porque al tiempo que lograba ser ridículamente falsa, lograba también ser extraordinariamente certera.

La frase es ridículamente falsa porque contiene una falacia lógica conocida como negación del antecedente. Sería como decir que si cuando llueve me mojo (si no quiero borrar la historia pongo próceres en los billetes), entonces si no me mojo no llueve (si no pongo próceres entonces quiero borrar la historia). Algo así como si juego al tenis entonces no me puede gustar caminar. O si leo una novela, entonces no me gustan los cuentos. Ridículo. El problema de usar argumentos tan obviamente falaces es que la palabra de quien los usa pierde fuerza. La gente escucha, se sonríe, y la cosa entra por una oreja y sale por la otra como si hablara un loco (o un borracho, diría Berni).

Por otro lado, la frase es cierta, porque capta a un nivel muy profundo la visión que teníamos sobre el rol de la historia cuando decidimos la serie con “animalitos”. Nadie niega que conocer la historia es imprescindible para aprender y evitar repetir errores. Pero la historia puede también ser una herramienta para atraparnos en conflictos del pasado que no tienen por qué ser los de hoy. Allí es donde entra en juego lo que contaba la película de Labaki: la historia como un conductor de la grieta y de la división, la historia como manera de segmentar en buenos y malos –por ejemplo solo si te gusta Evita sos bueno–, materia prima esencial del populismo del que queríamos alejarnos.

La otra referencia que la frase del Presidente me hizo recordar remite a una reunión del Coloquio de Idea (una reunión de empresarios) allá por 2004 o 2005. En ese momento actuaba como asesor académico del Coloquio y había logrado convencer a los organizadores de convocar a un panel con los empresarios ascendentes del mundo digital, entre los que estaba el incisivo Alex Oxenford, fundador de la empresa OLX. Recuerdo vívidamente dos comentarios de Oxenford en aquel panel, que cayeron como una bomba y fueron recibidos con un frío glacial. El primero fue cuando comentó que habiendo escuchado varios paneles de la conferencia le había extrañado que los paneles no hubieran sido sobre temáticas empresariales sino ¡sobre temáticas gubernamentales! Compartió su asombro porque los empresarios discutían cómo mejorar el Estado, y no cómo mejorar sus propias empresas, compartir su visión del mundo, o sus proyectos. También le había llamado la atención que los funcionarios que participaron de los paneles, en vez de discutir su gestión o proyectos, explicaban ¡lo que tenían que hacer los empresarios! Un juego de roles invertidos que le había resultado cuando menos curioso. Su segunda observación tenía que ver con la prevalencia del análisis histórico en los paneles. Que si Perón aquello, que si a principio de siglo esto otro. Cuando me convocan a reformar una empresa, decía, mi presentación inicial no tiene que ver con un análisis histórico de cómo la empresa llegó al punto donde llegó, sino con una discusión de adónde quiero llevar la empresa y qué acciones concretas pretendo implementar para lograr mis objetivos. Ambas anomalías, según Oxenford, dejaban al desnudo que los empresarios no tenían mejor negocio que entender y seducir al poder, y que ni empresarios ni políticos tenían proyectos relevantes para compartir.

De hecho, algo de esto había, porque cuando sacamos los próceres y los reemplazamos por “animalitos” habíamos querido dejar de lado la historia para conectarnos de manera directa con nuestros problemas actuales. Era un llamado a la acción, era obligarnos a pensar, no en el pasado, sino en el hoy. Quien apela al pasado probablemente sea porque no tenga ningún futuro para ofrecer. Y este es un gobierno que no tiene nada que ofrecer. Vacío de contenido el presente, sin visión de futuro, el Gobierno busca volver a la historia para ver si el pasado puede darle algún sentido a lo que hace, o al menos prestarle alguna épica que por sí solo no puede o no sabe cómo construir.

Esto, para terminar, me llevó a reflexionar sobre qué cosas importantes va dejando este gobierno para construir su propia épica. Tres cosas se me vinieron rápidamente a la cabeza. Primero, que en medio de una pandemia le negó las vacunas a su gente, rechazando a fin de 2020 la compra de 13 millones de vacunas y sentenciando a 20 mil personas a muerte. Segundo, el affaire de la fiesta de Fabiola, símbolo de un gobierno que viola sus propias leyes y que luego compra su exoneración. Tercero, que es un gobierno que nos obligó a pagar de más si queremos volar dentro del país o si queremos comprar un celular, destruyendo puestos de trabajo a lo largo y ancho del país para satisfacer los intereses de algunos grupos concentrados. Me resultó evidente entonces que, si sigue así, le va a ser difícil construir una épica, por más que ponga a quien ponga en los billetes.

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