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Los contextos locales necesitan imaginarios de desarrollo propios para pensar sus modelos educativos

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La digitalización de la praxis humana que atravesamos en las últimas décadas, acelerada por el aislamiento que produjo la pandemia de Coronavirus, puso de manifiesto un concepto de extensa trayectoria: la brecha digital. Su espíritu reside en señalar disparidades tecnológico-materiales en sociedades fundadas en el conocimiento y la información, y que son profundizadas por inequidades geográficas, etarias, de género, lingüísticas, culturales y de accesibilidad. Con el objetivo de acortar esta brecha, las naciones han implementado reformas, sobre todo, aunque no exclusivamente, por su impacto significativo en los procesos educativos. 

Repensar la educación, frecuentemente se circunscribe a señalar limitaciones materiales y a intentar importar soluciones universales a escenarios locales. Un nuevo trabajo de Alejandro Artopoulos, profesor de la Escuela de Educación de San Andrés, publicado en la International Encyclopedia of Education de Elsevier, analiza el vínculo entre el desarrollo económico y tecnológico y su consecuente impacto en la educación. En esta ecuación, que se presenta como tecno-económica, reconoce un faltante sociocultural clave para refundar proyectos educativos. “Nos falta saber más de la relación entre los procesos de cambio económico y técnico y cómo eso se procesa culturalmente”, argumenta el autor. 

El investigador realizó una revisión de casos empíricos comparados que dan cuenta de la transición de economías industriales a economías del conocimiento. Su trabajo demuestra que, al observar el procesamiento cultural del desarrollo sociotécnico, se vislumbran diferencias a nivel de las naciones. Finlandia fue pionera en la propuesta de construir una Information Society. Corea del Sur, con el ascenso de los teléfonos móviles, tradujo el adjetivo “inteligente” para dar a luz a la Smart Nation. Israel se reconoce como la Startup Nation, dada su matriz narrativa del Sillicon Valley, diferenciándose de la Creative Britain, que surge durante el período neolaborista del Reino Unido, y de la Industrie 4.0 que lidera Alemania desde sus fortalezas industriales.

En América Latina, mientras que la informatización de la región avanzó en los sectores primarios, como la minería, agricultura, y construcción, no produjo cambios significativos en la fuerza de trabajo ni en los sistemas nacionales de innovación. Para Artopoulos, “ningún país latinoamericano pudo tener su propio sabor local de la economía del conocimiento”. La causa radica en que si bien la fórmula para encontrar un modelo propio es un desafío cultural y educativo, con base en fundamentos técnicos y económicos, la dimensión creativa suele ser ignorada por los procesos económicos nacionales. 

El profesor de UdeSA examina el modo en que los matices del desarrollo sociotécnico se materializan en el ámbito educativo. La reproducción pasiva de imaginarios internacionales en escenarios locales, que ignora los contextos institucionales específicos, reduce las instituciones educativas y sus profesores a meros técnicos. “El problema es que no podemos conectar el desarrollo tecno-económico y el socioeducativo”, sostiene el investigador. En otras palabras, no es plausible concebir una traducción automática de la digitalización del mundo al avance del desarrollo y la educación nacional. Artopoulos nos invita a reflexionar sobre la refundación de imaginarios que permitan construir proyectos tangibles a futuro. Una de sus propuestas se centra en fusionar la lecto-escritura con el pensamiento computacional en las escuelas, concebido como “un saber fundamental, civilizatorio, que forma parte del derecho básico de cualquier ciudadano”. 

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