Buscador UdeSA

Filtrar búsqueda por categorías
FuenteLa Nación

Los libertarios no son liberales

Julio Montero

Mucho se habla en los medios sobre las propuestas de Javier Milei. Se discute si la dolarización es conveniente o viable, si cerrar el Conicet es una solución y si La Libertad Avanza representa o no un peligro para la democracia. Hay, sin embargo, una discusión menos transitada: su verdadera filiación ideológica. En todos estos debates suele aceptarse que Milei es liberal, quizás porque Milei reivindica el modelo de la sociedad abierta, condena las dictaduras y promete recuperar el exitoso modelo edificado sobre la Constitución de 1853. Pero, como él mismo explica, no es un liberal; es un anarco capitalista que abraza el libertarismo por la imposibilidad práctica de suprimir el Estado.

Esta definición es reveladora: a lo largo del siglo XX, el libertarismo se desarrolló como una ideología separada que en muchos aspectos se aparta del liberalismo. El núcleo común de ambas doctrinas es la idea de la persona humana como un agente propositivo, capaz de concebir fines propios y de actuar para realizarlos. Los derechos “naturales” –derechos individuales de carácter supra positivo– son el armazón normativo que garantiza a cada persona un ámbito de libertad no interferida para perseguir metas autónomamente elegidas. Este es el origen de la doctrina del gobierno limitado que puede rastrearse en el Segundo tratado sobre el gobierno civil de John Locke, muy anterior a la escuela austríaca y a Milton Friedman.

Sin embargo, liberales y libertarios sacan consecuencias distintas de esta tesis fundacional. Los libertarios creen que el respeto por los derechos individuales conduce a un Estado mínimo que se limita a proteger la vida, la integridad corporal y la propiedad privada. Dependiendo del autor, ese Estado mínimo puede desempeñar algunas otras funciones, pero cualquier acción que tenga implicancias distributivas es sospechosa y potencialmente inmoral. La educación pública y la provisión de salud, seguridad social o infraestructura quedan así fuera de la agenda. En principio, el Estado debería ser un mero “guardián nocturno”.

Para liberales como Locke, en cambio, el Estado no solo no es un enemigo, sino que puede ser un aliado. Más allá de su contrapunto con Hobbes, Locke deja muy claro que sin un marco institucional compartido los derechos individuales serían sumamente inestables, ya que la falta de un juez común podría derivar en una espiral de violencia. Y también insiste en que el mero hecho de gozar de los beneficios que el Estado brinda nos obliga a aceptar su autoridad mientras el gobierno no se vuelva despótico. Esta idea es retomada por Kant, quien directamente argumenta que la libertad no puede realizarse sin instituciones coactivas.

La otra gran diferencia entre ambas doctrinas se refiere al alcance de los derechos de propiedad. Para los libertarios la propiedad privada es una extensión de la propiedad sobre el propio cuerpo. Por eso equiparan el cobro de impuestos a una mutilación o con el trabajo esclavo. Los liberales son mucho menos dramáticos. La famosa cláusula lockeana sostiene que un individuo únicamente puede apropiarse de un objeto del mundo mientras deje tanto y tan bueno para los demás. El sentido exacto de este requisito está abierto a interpretación, pero muchos consideran que activa demandas distributivas que el Estado debería satisfacer mediante políticas públicas financiadas por el Tesoro. De otro modo, todo el sistema de propiedad se tornaría ilegítimo.

En la práctica, estas diferencias filosóficas se traducen en programas políticos muy distintos. El mercado y la propiedad privada juegan un papel importante para los liberales porque son indispensables para la persecución de planes de vida libremente elegidos. Pero los liberales son conscientes de que la existencia misma de estas instituciones solo es posible dentro de un orden jurídico que todos sus miembros puedan aceptar como personas libres e iguales.

En su lectura más modesta, esta condición se satisface mediante un régimen de igualdad de oportunidades que nivele las posiciones de partida para que la competencia de mercado no se vea afectada por factores ajenos a las decisiones de las personas –como la coordenada social de origen. Y en su lectura más ambiciosa puede redundar en una economía social de mercado con impuestos progresivos a la riqueza al estilo escandinavo. El arco que se abre entre estas dos interpretaciones fija los contornos de la amplia avenida liberal. Más a la izquierda o más a la derecha, el liberalismo es siempre una ideología de centro.

Naturalmente, la elección entre liberalismo y libertarismo depende de las convicciones de cada ciudadano. Lo que es importante recordar es que el modelo liberal es una receta ampliamente probada que dio lugar a las sociedades más libres, más prósperas y más estables que hayamos conocido. Esa Argentina pujante, dinámica y de clases medias que muchos reivindicamos surgió de combinar la libertad económica con un Estado proporcionado y potente que construyó ferrocarriles, hospitales y escuelas. Lo otro es solo una apuesta, por no decir un salto al vacío.

Este sitio utiliza Cookies