En un libro ya clásico, publicado poco antes de su muerte en marzo de 1980, La cámara lúcida, el crítico, lingüista, semiólogo y algunos etcéteras Roland Barthes hace una nueva elaboración teórica sobre la fotografía. La presenta en términos fuertemente subjetivos y en última instancia individuales. A tal punto lo hace que emplea todo el tiempo la primera persona; –“¿Me gustaba la foto? ¿Me interesaba? ¿Me intrigaba? Ni tan solo eso. Simplemente existía (para mí) ... Presentí una regla estructural (a la medida de mi propia mirada)”–. Quien lee el texto no puede menos que identificarse con esa primera persona.
Barthes describe la Fotografía (es decir, cualquier fotografía) a partir de dos nociones que reconoce como concomitantes, pero no simultáneas: el studium y el punctum. Dos nociones teóricas que ponen en juego a dos personajes, también concomitantes y tampoco simultáneos: el Operator (la persona que produce la foto, el agente de este evento) y el Spectator (la persona que observa la foto, el paciente que solo mira la foto).
El studium tiene que ver con lo que el Spectator ya sabe, ya conoce, porque su cultura lo ha asimilado previamente para él y lo ha rotulado convenientemente. Barthes toma el término studium directamente del latín y por eso lo entiende como la aplicación trivial a algo a lo que no se le reconoce una intensidad característica. La imagen es interpretada, en esa perspectiva, según una cierta definición que nuestra cultura ha organizado para nosotros en un campo determinado al que se le puede atribuir, incluso, una etiqueta. Una foto de la guerra, una foto de la protesta, una foto del deporte. El studium es, por así decirlo, social. O, como mínimo, compartido.
El punctum, por su parte, es el segmento, aspecto o detalle que convoca al Spectator, que lo pincha, que le llama la atención y lo hace pensar. Lo detiene en el espacio y en el tiempo y lo obliga a convertirse en Operator, porque descubre en ese segmento, aspecto o detalle una historia, un punto que sobrepasa el plano del studium y que lo toca, lo punza. Elemento particular (parte destacada de la escena completa) que vuelve opaca la escena que lo contiene, resulta intenso por sí mismo y por comparación con el studium. El punctum es, por así decirlo, personal. Más aún, es íntimo.
Sin forzar demasiado siquiera la comparación, el espacio urbano nos brinda millones de imágenes. Como si fueran millones de fotos que conforman un álbum desorganizado y dinámico, pero repetido. Recurrente. O cíclico, si se prefiere. Un poco volátil, quizá dependiente de las épocas: vacas gordas, vacas flacas. Y hasta vacas gordas para unos y vacas flacas para otros (esto último, a lo mejor, no tan cíclico).
Ante las imágenes urbanas –perdón por el porteño-centrismo autorreferencial, pero sospecho que esto se repite, aunque sea en las grandes ciudades de país–, solemos comportarnos como simples spectatores. Toda imagen, toda escena forma parte del studium. Es el paisaje como siempre. Es el paisaje desde siempre.
Pero lo cierto es que no. O tal vez no tanto como se viene repitiendo desde ¿2018? Cada vez más gente durmiendo en la calle. Cada vez más colchones en la esquina, en un portal, bajo el techito breve que forma un balcón delante de una casa deshabitada.
De pronto, en la acostumbrada postal urbana de las calles porteñas, las mismas calles que conforman el studium de imágenes indolentes mientras camino, un me azuza y me invoca. Esa persona que duerme en la ochava, cubierta apenas con una mantita raída en el frío de agosto, con prendas superpuestas para paliar la mañana cruda y el estómago vacío, con una servilleta o paño o trapo cubriéndole los ojos a modo de cortina privada en medio del espacio público. Esa persona que es muchas personas.
Y entonces me pregunto cuánto tengo de Spectator en esta historia y de qué manera me vuelvo Operator más allá del voluntarismo impotente de alcanzarle un café con leche caliente y darle un par de billetes y de insultar para mis adentros a quienes gobiernan ahora, y a quienes gobernaron antes. Y, la verdad, no sé qué hacer.