Mora Matassi: “Las redes sociales operan como un somnífero pero la gente no lo ve como algo negativo”
Candidata doctoral y máster en Medios, Tecnología y Sociedad por la Universidad de Northwestern, máster en Tecnología, Innovación y Educación por la Universidad de Harvard, licenciada en Comunicación por la Universidad de San Andrés (UdeSA), y ex coordinadora del Center for Latinx Digital Media de la Universidad de Northwestern y del Centro de Estudios sobre Medios y Sociedad en Argentina (MESO) de UdeSA, Mora Matassi se especializa en comunicación, tecnología y cultura digital y esta semana participó de la Agenda Académica de Perfil Educación. “Es común irse a dormir usando redes sociales. Las redes operan como un somnífero pero la gente no lo ve como algo negativo. Y yo tampoco lo veo como algo negativo, aunque no tenga un juicio moral sobre esto. Es algo que sucede. Las redes sociales son objetos muy complejos que no se pueden definir solo por esta idea de cuánto tiempo se las usa. Son el acompañante que muchas personas eligen para irse a la cama”, sostuvo.
Docente de Gestión del Entorno Digital en UdeSA y con publicaciones en revistas académicas como New Media & Society, Journal of Computer-Mediated Communication y Social Media & Society, Matassi es autora de una gran producción científica, con libros como “Saber es comparar: Estudiar las redes sociales a través de naciones, medios y plataformas”; y papers como “Domesticando WhatsApp. Familia, amigos, trabajo y estudio en la comunicación de todos los días”; “Una agenda para estudios comparativos de medios sociales”; y “Repertorios de redes sociales. Estructura social y uso de plataformas”. “Es muy raro que encuentres una persona en la Argentina que no tenga WhatsApp. En mi trabajo de campo observo que casi nadie asume que puede no tener WhatsApp. Incluso si quieren disminuir el consumo de redes sociales, WhatsApp está fuera de discusión. Es la plataforma que más estudié y en nuestro país ejemplifica la apropiación de los argentinos de las redes sociales”, agregó.
—En “Saber es comparar. Estudiar las redes sociales a través de naciones, medios y plataformas”, un libro que escribió junto a Pablo Boczkowski, usted realizó una investigación en distintos países y épocas sobre redes sociales, en lo que se convirtió en un estudio global. ¿Qué distingue a los argentinos en el uso de redes sociales frente a otros usuarios de redes del resto del mundo?
—Es una pregunta interesante, porque soy argentina y mi investigación gira alrededor de Argentina, pero nunca pensé tanto en la característica propia o peculiar del argentino y su uso de redes. En parte, esto está presente en un planteo de Pablo, mi coautor, que escribió un libro llamado “Abundancia: La experiencia de vivir en un mundo pleno de información”, basado en entrevistas y una encuesta realizadas por MESO, donde analiza la relación de los usuarios argentinos con una serie de medios que no solo son los digitales, como los diarios y la televisión. Y él identifica dos características específicas: la fuerte cultura asociacional y la desconfianza en las instituciones, que se expresan en los modos en los que se consumen los medios y se usan las plataformas. Por otra parte, en para “Saber es comparar” comprobamos que en la investigación actual sobre producción, circulación y consumo de redes sociales hay una predominancia de foco en el norte global. Se sabe muchísimo más cómo se usan las redes sociales en Estados Unidos o Europa que en países como Argentina. Pero el libro parte de la base de que las redes sociales son utilizadas en casi todos los países del mundo con sus particularidades, entonces lo que tratamos de hacer es proponer un marco teórico y epistemológico comparativo para ofrecer herramientas a los investigadores del futuro. El libro también propone pensar cómo las redes sociales forman parte de un ecosistema mediático en el cual los medios tradicionales, como el cine, la televisión, los diarios y la radio, nutren y son también lo que le da vida a las redes sociales o cierta inspiración, aunque parezcan cosas distintas y puedan tener una posición antagónica. Por último, el libro también compara a nivel de plataformas: piensa que las redes sociales existen en una pluralidad y que hay que entender el uso de una red en relación al uso de otras. En general, se tiende a imaginar, por ejemplo, a Facebook en su singularidad, pero no se tiene en cuenta que Facebook existe en un ecosistema de plataformas. En ese contexto, podemos decir que Argentina es un país con un altísimo uso de redes sociales, en el cual el acceso a internet es libre y abierto al intercambio de las personas. Tiene una cultura asociacional muy fuerte y eso también se expresa en el grado de intensidad con el que se apropian de las plataformas. El libro no se enfoca en la Argentina, sino en un planteo comparativo a nivel de varios países, pero la investigación sobre nuestro país indica que WhatsApp está siempre a la cabeza, lidera cualquier ranking que las personas hacen del uso en la vida cotidiana de las redes sociales. Luego aparece Instagram, que tiene una intensidad de uso muy alta, aunque muchas personas no la quieren o no se sienten tan alineadas con la plataforma, sobre todos los más jóvenes. Después viene Twitter y también está TikTok, que está creciendo un montón, sobre todo, en el rango etario más joven. Facebook, para los más jóvenes se considera una plataforma en desuso. Actualmente, estoy analizando la desconexión digital voluntaria en Argentina respecto de redes sociales y lo que se ve es que en una cultura como ésta, donde hay lazos asociativos intensos, desconectarse de las redes sociales pareciera más difícil que en otros países. En mi tesis me pregunto por qué, cómo y bajo qué condiciones, las personas desean salirse y desconectarse de las redes, incluso cuando puedan usarlas. Un interrogante interesante ahí es cómo hacen los argentinos para desconectarse de las redes si viven en una cultura con fuertes vínculos donde se asume que el otro siempre va a estar allí para responder, donde se imagina que para cada actividad social o laboral va a haber un grupo de WhatsApp mandando mensajes constantemente, donde se piensa que los grupos familiares son muy fuertes y que los grupos familiares están en las redes, como Facebook, de donde los más jóvenes quisieran irse pero no se van porque allí está la familia, y que si se fueran eso generaría cierta tensión, y donde pasa lo mismo en Instagram con los amigos o con los vínculos sexoafectivos.
—En “Domesticando WhatsApp. Familia, amigos, trabajo y estudio en la comunicación de todos los días” usted analizó lo que denominó la “domesticación de WhatsApp” a través de la idea de que los jóvenes lo utilizan para establecer contactos con amigos, los adultos para el vínculo laboral y el cuidado de personas a cargo, y los mayores para estar en contacto con los más jóvenes de su familia pero que más allá de esas particulares se trata de una red siempre presente. ¿Por qué WhatsApp se ha convertido en una red omnipresente para los argentinos?
—Es muy raro que encuentres una persona en la Argentina que no tenga WhatsApp. En mi trabajo de campo observo que casi nadie asume que puede no tener WhatsApp. Incluso si quieren disminuir el consumo de redes sociales, WhatsApp está fuera de discusión. Es la plataforma que más estudié y en nuestro país ejemplifica la apropiación de los argentinos de las redes sociales. En el norte global, WhatsApp es una plataforma que se considera de mensajería reducida al espacio de la coordinación de tareas, de una actividad o de un encuentro y que tiene que ver con diálogos discretos en el tiempo: alguien que manda un mensaje, alguien que responde y no extiende más allá de eso. Pero en Argentina eso tiene un color totalmente diferente. Acá asumimos que WhatsApp es una institución del manejo de la vida cotidiana y de la sociabilidad profunda. Puede variar según distintos factores, como por ejemplo, la etapa de la vida en la que una persona se encuentra, su generación o grupo etario, pero la característica general de WhatsApp en Argentina es que se lo considera una contrapartida de lo que se hace en la vida cotidiana. Se asume que por cada actividad nueva que se realiza se va a sumar un nuevo grupo de WhatsApp, que probablemente va a exceder el objetivo de esa actividad concreta por la que el grupo fue formado y va a tender a la sociabilidad redundante, que no lleva a ningún objetivo específico, ni tiene que ver con llevar algo a cabo, sino simplemente con socializar, que es algo muy argentino. Ahí hay un ejemplo de cómo la cultura de un país tiene mucho que ver con cómo se expresa en la apropiación de una tecnología. Hay ciertas características que favorecieron la gran adopción de WhatsApp en Argentina en particular. Primero, hay que decir que es gratuita y que viene adosada a muchos planes de telefonía móvil. Esto no es menor. Además, es fácil de usar porque su materialidad es dócil a personas de distintas edades. Personas que no encuentran manera de usar Instagram sí encuentran manera de usar WhatsApp. Una segunda cosa es que parece reenviar a ciertos medios anteriores a la telefonía móvil, que tienen que ver, por ejemplo, con el teléfono de línea. Es una herramienta tecnológica digital con ciertas características de lo que podría ser un teléfono, que reenvía a la facilidad del marcado telefónico, de hecho, su símbolo es un teléfono fijo, y eso pareciera darle más familiaridad. Tiene que ver con hacer un llamado y que alguien atienda. En “¿Hola? Un réquiem para el teléfono” Martín Kohan, alguien que no usa WhatsApp, habla mucho sobre la idea de que antes no estar en la guía telefónica era como una especie de no estar y ahora ese no tener WhatsApp es como una especie de no estar. Pero también hay algo inexplicable en la apropiación de estas tecnologías, no es algo necesariamente racional. Porque hay otras tecnologías que son exactamente iguales que WhatsApp pero no generan lo mismo en el usuario. Por ejemplo, Telegram que es parecida, y si lo pensamos bien todas las redes tienen su sistema de mensajería instantánea propios. Y tienen funcionalidades muy similares: se puede saber si la persona leyó o no el mensaje, a qué hora se conectó una persona, si tiene una foto de perfil. Pero hay un factor de imprevisilidad muy alto en las maneras en las que las sociedades se apropian de la tecnología. Y luego el propio éxito de la red genera efectos de red: cuantas más personas hay en WhatsApp, si no estás ahí probablemente te perdés de algunas cosas y eso te obliga a adoptarla.
—En “Una agenda para estudios comparativos de medios sociales” usted analizó, entre otras cosas, el caso de TikTok. Esta red social es la que genera mayor preocupación por el uso nocivo que podría tener entre los menores de edad. ¿Cuál es el mayor peligro que presenta TikTok para los niños y, para no concentrarnos solo en lo apocalíptico, cuál es el mayor beneficio de TikTok para los niños?
—Se suele pensar que las tecnologías tienen a priori algo bueno y algo malo y esa es una visión que tiende a reforzar la teoría de que las tecnologías producen una especie de impacto lineal en los usuarios. Pero se sabe que esto no es tan así. Muchas variables moderan e interfieren entre el uso de una tecnología, entre el uso y el usuario. Entonces, todo eso que podría llegar a ser malo de TikTok, por ejemplo, el hecho de que los niños puedan comunicarse con gente extraña, también puede tener un efecto positivo, y es que los niños están comunicados con una otredad del mundo que les abre la cabeza, ven discursos de otros niños, se enteran de cosas interesantes, aprenden, comparten y desarrollan una sociabilidad. El modo en el que una tecnología se usa impacta mucho. Y ahí también entran factores psicológicos. Por ejemplo, hay estudios que muestran que si una persona tiene baja autoestima probablemente la manera en la que empieza a usar esta tecnología refuerce esos patrones. Pero hay estudios que también demuestran que si una persona con baja autoestima ve a un grupo de seres humanos haciendo cosas divertidas en una pantalla puede llegar a sentirse acompañada. Por lo que esta pregunta es difícil de contestar: siempre hay que pensar en las variaciones que generan ciertas dimensiones psicológicas, sociales o contextuales del uso de la tecnología. Por supuesto que hay un tema central que tiene que ver con el tiempo. En la sociedad contemporánea se tiene mucho miedo a que la tecnología o las redes sociales como TikTok roben tiempo porque generan mucho engagement, mucho involucramiento. Sabemos que el algoritmo de TikTok es ultrasofisticado y que parece predecir cosas del usuario que el usuario no sabe de sí mismo. Hay algo de autodescubrimiento con el algoritmo de TikTok: los más jóvenes sienten que se están conociendo así mismos con lo que el algoritmo les muestra, que parece coincidir con lo que les está gustando y así se terminan involucrando. Esa pérdida de tiempo que se teme por el uso excesivo de TikTok tiene que ver con el algoritmo que le da a las personas lo que las personas tienen ganas de ver. Por lo que podemos preguntarnos: ¿qué es lo que pensamos que es pérdida de tiempo? Si una persona está muy involucrada con lo que está mirando y obtiene algo de eso, ya sea divertimento o una risa, ya sea un pensamiento interesante o conexión con otro ser humano, ya sea una apertura en la mente, por qué consideramos que todo eso sea necesariamente una pérdida de tiempo. Si nos fijamos en la discusión que está habiendo ahora sobre las prohibiciones de TikTok en Estados Unidos y Canadá se plantea que solo se podrá usar TikTok una hora al día, porque más es dañino, tiempo que perdés y que te saca concentración para, por ejemplo, la escuela. Por eso aparece siempre la pérdida de tiempo como lo más nocivo. Pero siempre es bueno reflexionar sobre cómo la sociedad define qué es ganar tiempo y qué es perder tiempo. Es común irse a dormir usando redes sociales. Las redes operan como un somnífero pero la gente no lo ve como algo negativo. Y yo tampoco lo veo como algo negativo, aunque no tenga un juicio moral sobre esto. Es algo que sucede. Las redes sociales son objetos muy complejos que no se pueden definir solo por esta idea de cuánto tiempo se las usa. Son el acompañante que muchas personas eligen para irse a la cama.
—En “Repertorios de redes sociales. Estructura social y uso de plataformas” usted analizó cómo el tamaño y la composición de los repertorios de las redes sociales se asocian con variables sociodemográficas, de acuerdo a la edad, el género, el nivel socioeconómico, la educación y el trabajo. ¿Cuáles fueron las conclusiones que más la sorprendieron sobre estudio que vincula estructura social con redes sociales?
—Lo que más me sorprendió es que el número de redes que una persona tiene aumenta cuando aumenta su nivel socioeconómico. A veces imaginamos que todo el mundo usa las mismas redes, pero no es cierto. Se sabe que distintas redes pueden tener vinculación con distinto acceso a capital social y que para conseguir un trabajo, por ejemplo, no es lo mismo saber usar LinkedIn que estar en Facebook. Uno de los temas que más me interesó de ese trabajo es pensar qué pasa cuando asumimos que todos tienen las mismas redes, pero no es así. Por ejemplo, WhatsApp es una red utilizada por todos los grupos sociales socioeconómicos, pero Twitter, que es considerada como una red que determina la agenda pública, es mucho más de elite. Pensamos que toda la discusión reciente sobre Elon Musk es una discusión absolutamente conocida en la esfera pública, pero no lo es. Twitter es una red más de nicho y de elites.
—Esta sección se llama Agenda Académica porque propone brindarle espacio en los medios masivos de comunicación a investigadores y docentes universitarios. La última pregunta tiene que ver, precisamente, con el objeto de estudio. ¿Por qué decidió especializarse en comunicación, tecnología y cultura digital?
—Desde siempre me fascinó entender cómo las personas hacen sentido de lo que escuchan y de lo que dicen y las pantallas atravesaron mi vida desde muy chica, desde adolescente. Me resulta un interrogante muy interesante de comprender por qué sentimos lo que sentimos y cómo sentimos lo que sentimos cuando nos estamos comunicando a través de una pantalla y nuestros cuerpos no están presentes. Y también ver cómo eso genera normas sociales e impacta en lo que hacemos por fuera de las pantallas.