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No aclare, que oscurece

Tierra del Fuego

Dice Jorge Bustamante en La República Corporativa que los problemas en Argentina no son su apego por no cumplir las normas o una prevalencia de actividades ilícitas, sino en todo caso lo contrario. En Argentina, dice, “el problema no son los ilícitos sino los lícitos”. ¿Para qué recurrir a un ilícito si mucho más económico es convertir el acto de despojo en un acto lícito? Es así como nuestro régimen legal fue construyendo con el tiempo una amplia red de privilegios que dejan a la sociedad argentina en una situación de postración. Argentina se fue transformando en una sociedad leguleya y cuidadosa de la norma que responde bien a lo que decía aquel adagio de que “cuantas más leyes, menos justicia”.

Si repasamos las leyes argentinas, surgen una serie de anomalías (sí, anomalías, cosas que se apartan de la norma). Una de las más escandalosas es la proliferación de asignaciones específicas en el uso de los recursos públicos. Se crea un impuesto, pero se aclara que debe usarse para un fin específico (me dicen que esto es inconstitucional ya que los impuestos por definición no son de uso específico –por ello la anomalía de la norma, que se viola a sí misma–). La Ley de Medios financia al Instituto del Teatro, un impuesto a las entradas de cine al Incaa, el impuesto a los cigarrillos al Fondo Nacional del Tabaco, etc. ¿Pero es este el mejor uso de nuestro dinero? O, puesto de otra manera, ¿este sistema nos permite saber cuánto gastamos en cada cosa? La Ley 25.507, por ejemplo, cobra un impuesto del 0,3% al precio de la carne para financiar al Instituto de Promoción de la Carne Vacuna Argentina, cuyo objetivo es, según la propia ley, “promover el aumento del consumo local de carne vacuna”. Pero si les preguntáramos a quienes compran carne si están dispuestos a pagar un impuesto para financiar un organismo que los haga sentir bien sobre su consumo de carne, dudo que muchos aportaran.

En esa lucha por la falta de transparencia, la reciente extensión del régimen de Tierra del Fuego, que hace unos meses promulgó Alberto Fernández, alcanza un nivel de perfección insospechado, ya que además de la asignación específica de tributos, una de las maneras más efectivas de ocultar lo que se gasta es depositando lo recaudado en un “fideicomiso”. Fideicomisos que siempre tienen nobles objetivos que, siempre por dificultades en las que nada tienen que ver, nunca alcanzan a cumplir.

En el artículo 4° del Decreto 727 de 2021 Alberto Fernández requiere de las empresas instaladas en la provincia depositar el equivalente al 15% de su exención de IVA en un “fideicomiso” (pueden santiguarse aquellos que son religiosos). Es un ejemplo notable: se financia la política a través de un fideicomiso con el equivalente a una desgravación impositiva. Se oculta el uso de los recursos y se oculta su origen. Nuevamente, si cuantificáramos el costo y el destino difícilmente encontraríamos contribuyentes deseosos.

Así, a través de innumerables ejemplos que podría llevarnos varias semanas discutir, el Presupuesto se transforma en un laberinto de recursos que de manera oculta van llenando distintas piletas, alejados de la vista y el control públicos. Cientos de millones se gastan en cosas sobre las que a la sociedad se la mantiene en la oscuridad. Es lícito. Pero no soportaría el escrutinio de la transparencia.

En este juego de que no se vea lo que hay que ocultar, podemos también sumar a los llamados “regímenes de promoción”. Son un ejemplo interesante porque muestran la potencia del lenguaje como instrumento para el engaño. Un buen privilegio necesita un relato potente para poder digerirlo. ¡Qué hermoso sería poder promocionar una actividad! Si pudiéramos hacerlo, deberíamos promocionar todo, y encontraríamos ahí sin duda la fuente de la riqueza. Pero lamentablemente esto no es posible. Claro, podemos bajarle los impuestos a la industria automotriz, por dar un ejemplo, y eso seguramente la beneficiará, pero esto implica, necesariamente, que habrá otro sector que tenga que poner la plata que ahora no pone la industria automotriz. Entonces, lo que promocionamos, por un lado, implica en un monto equivalente un desincentivo para otro. No existen las leyes de promoción, solo existen las leyes de privilegios. Pero claro, impulsar una “ley de privilegios para la producción de automóviles” o una ley para otorgar “privilegios a la producción de celulares” tiene menos sex-appeal que una ley “de promoción del empleo en la industria automotriz” o una ley “de desarrollo de la provincia de Tierra del Fuego, Antártida e islas del Atlántico Sur”.

Dirían los ideólogos de las leyes de privilegios que los regímenes que privilegian ciertas actividades generan “efectos multiplicadores”, por los que, al revitalizar su actividad, permiten que, al final, el Gobierno recaude ¡más que antes! Algo así como la invención del movimiento perpetuo, la creación de valor donde antes no había nada. Lamentablemente este efecto multiplicador tampoco existe. Justamente por lo que decíamos antes, porque el estímulo que se logra en una actividad, que bien puede generar una dinámica multiplicadora allí, hay que contrastarlo con el equivalente en sentido inverso en la actividad que tiene que financiar aquello que ahora la industria favorecida no aporta. Y como el impulso en un sentido es idéntico al que en tamaño contrario se ejerce sobre el resto de las industrias, los efectos a nivel agregado se compensan. Quizá nuestro mejor ejemplo de esto es el tan preciado efecto multiplicador del gasto público estatal financiado con impuesto inflacionario. Obviamente, lo que expande el gasto lo desanda la inflación. Así, el Gobierno trata de estimular la actividad económica y solo estimula a la burocracia estatal a costa del salario de los trabajadores.

Obviamente ha habido intentos por resolver estos desaguisados. Intentos por darle transparencia al gasto público. Por ejemplo, la Ley 24.629 de 1996 indica en su artículo 5° que “toda ley que autorice o disponga gastos deberá prever en forma expresa el financiamiento de los mismos”. Entonces, si se autoriza una deducción en el impuesto a las ganancias (por ejemplo para educación, como se hizo recientemente), se debería según la ley consignar cómo se van a financiar los ingresos perdidos por la exención. Pero nadie le da bola, lo cual nos remite a otro dato. Cuando las leyes molestan a la república corporativa, se las ignora. ¿Quién quiere arruinar una buena noticia?

Lo cierto es que Argentina ha usado y abusado de la falta de transparencia. Bien podríamos usar la expresión “mejor no aclare, que oscurece”. Pero solo si se echa luz sobre estos engaños podremos soñar con un capitalismo más competitivo y honesto.

 

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