FuenteAdriana Balaguer
Razones geopolíticas. La globalización sufre el impacto de la invasión de Rusia a Ucrania
Hace rato que la globalización no es una palabra vacía que usan los académicos. Se ha encarnado en los Estados, las instituciones, el comercio, la comunicación, la educación, la salud. Vivimos interconectados. Sin embargo, la pandemia y la invasión de Rusia a Ucrania, pero también el Brexit y el tironeo comercial entre Estados Unidos y China, han puesto en evidencia que algo ha cambiado en la dinámica global que rige las relaciones internacionales desde finales de la Guerra Fría. Ante la incertidumbre, muchos creen que la solución para los Estados es asegurarse la supervivencia con el mayor grado de autonomía posible en materia de vacunas, gas, alimentos. Otros, en cambio, creen que algo nuevo que está en gestación podría mejorar aspectos de la globalización.
Si el modelo de globalización entró en una suerte de transición, ¿qué es lo que viene? ¿Vamos hacia Estados menos interdependientes? ¿Tendremos los mismos aliados para todo? ¿Seremos socios solo de aquellos a los que nos parecemos, con los que compartimos criterios en torno de la libertad, la democracia y los derechos humanos?
“Lo que era una globalización donde cada nodo de la red mundial se ubicaba por razones bastante primarias (menos costo de producción primaria en Asia, o más capacidad intelectual de algunos ingenieros en la India, o más capacidad de Innovación en Silicon Valley en California) ahora va a estar condicionada por otros factores. Y es posible que la geopolítica comience a influir”, señala Marcelo Elizondo, abogado y consultor, director de la maestría Dirección estratégica y tecnológica (DET) en el Instituto Tecnológico de Buenos Aires (ITBA). “Lo que vamos a ver son dos niveles de internacionalidad. Uno más rudimentario, más tradicional, comprar y vender. Y otro que es de alianzas. Va a haber empresas que se agrupen o creen ecosistemas para invertir, planificar, innovar, relacionarse con el cliente de forma común a través de las plataformas. Pero esto se hará entre países aliados, entre empresas que estén en clubes de amigos”.
De acuerdo a estas afinidades, podríamos imaginar interconectados de un lado a Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea. Del otro, a las autocracias orientales, en un bloque integrado por Rusia, China, Irán. También, las regiones: América Latina, los países africanos. ¿Ahora, es posible desarmar dependencias comerciales que unen hoy a países que parecen geopolíticamente enfrentados?
Con la pandemia, el mundo se dio cuenta de que la interdependencia lo hacía vulnerable. Muchos de los insumos que se necesitaban provenían de países que no eran necesariamente aliados comerciales. Asomaba una globalización más fragmentaria, como la llama Lourdes Puente, directora de la Escuela de Política y Gobierno de la Universidad Católica (UCA). “Se empezó a pensar que era necesario generar lo que necesitábamos para afrontar el Covid dentro del propio entorno de influencia. Pero sucedió que la interdependencia era demasiado fuerte. La guerra de Ucrania también lo puso en evidencia. Hoy muchas de las sanciones posibles a Rusia no se pueden implementar por las necesidades que Estados Unidos y Europa tienen. La interdependencia económica es muy grande. Por eso se habla de una globalización fragmentada o por áreas de influencia. Ya no se trata de Occidente u Oriente sino de tres áreas muy grandes, una vinculada a China, otra al espacio euroasiático con Rusia, y otra occidental. También se puede hablar de microrregiones y ver qué pasa con India, que pivotea con los rusos, los chinos y los americanos. Y con Turquía”.
Condena en la ONU
En la Organización Mundial del Comercio, 14 delegaciones, incluidos la Unión Europea, Estados Unidos, Gran Bretaña y Japón, publicaron el 15 de marzo una declaración condenando la invasión y acordaron quitarle a Rusia temporalmente el estatus de nación más favorecida (MFN, por sus siglas en inglés), principio del sistema comercial multilateral que garantiza a sus miembros relaciones comerciales equitativas. Rusia respondió que la medida “prepara el camino para un desmantelamiento completo del sistema multilateral”. Además, Rusia fue apartada del grupo de coordinación de los países en vías de desarrollo del organismo. Según la Unión Europea y Estados Unidos, los valores fundamentales de la OMC son más importantes.
Hay quienes creen que lo que está en crisis no es la globalización sino los Estados nacionales, con dificultades para aplicar su autoridad sobre procesos que no son nacionales. Como ejemplo, Elizondo habla de la educación en pandemia y el papel clave de la empresa global Zoom, que ofreció la plataforma para que los sistemas educativos pudiesen seguir funcionando. “La educación se desplazó de los edificios públicos a una plataforma privada”, grafica. Y enumera otros emprendimientos que están en manos privadas y generan nuevos paradigmas: autos eléctricos, nueva alimentación sana, las empresas preocupadas por el medio ambiente, la comercialización por plataformas. “Son los nuevos espacios públicos no estatales”, resume. Ambitos que tienen sus propias reglas, como Blockchain, que garantiza determinados procesos y cuya calificación “vale más que un sello público”.
Para Federico Merke, director de la maestría en Ciencias Políticas y Economía Internacional de la Universidad de San Andrés, son las potencias, Estados nacionales supuestamente exitosos, las que están exhaustas. Utiliza para explicarlo el concepto de entropía aplicado a la política internacional, tal como lo entendió el académico norteamericano Randall Schweller. “Veo un orden mundial exhausto, como un software que cada vez se cuelga más, con potencias incapaces por ahora de construir algo nuevo y ofrecer horizontes plausibles”, afirma. Dice que sufren de “déficit de atención”, ensimismadas en sus asuntos, y están con poca capacidad de coordinación. “Parecen incapaces de hacer algo mientras el planeta está agotando su presupuesto de emisión de carbono o Rusia hace cosas que pensábamos habían quedado atrás. Estamos ante males públicos, como la pandemia, el cambio climático y la guerra, y no sabemos para dónde mirar”.
Juan Negri, director de las carreras de Ciencia Política y Gobierno y Estudios Internacionales de la Universidad Torcuato Di Tella, considera que la globalización en servicios digitales, investigación y desarrollo, en datos e ideas, está más fuerte que nunca. Lo que sí está en discusión, afirma, son los flujos comerciales tradicionales. “Está en crisis el multilateralismo, los organismos internacionales –dice–. Ahora, si China no tiene un discurso disruptivo sobre la globalización o sobre las instituciones de la globalización, y no aspira a destruir la Organización Mundial de Comercio, sino a tener un papel más preponderante allí, veremos bastante continuidad, más allá de los cambios”.
El analista internacional Jorge Castro aporta un dato contundente: el comercio entre Estados Unidos y China, núcleo del comercio mundial, es de U$S 636.000 millones, y en un solo año creció el 30% (2021). ¿Alguien puede imaginar que dejen de relacionarse? “Hacia adelante, solo imagino más integración”.
El desafío del país
La Argentina, sumida en su propia crisis política y económica, mira desde lejos los movimientos del mundo. Su lugar en él dependerá de las elecciones geopolíticas que tome. “Como país periférico, la Argentina tiene una dependencia absoluta de bienes que vienen del mundo globalizado”, dice Lourdes Puente. “Hasta el GPS es algo que está minado con satélites de otro país”. Pero, como en todo, la Argentina tiene riesgos y oportunidades. “La parte más complicada es si las grandes potencias deciden generar cierres en sus áreas de influencia. Si Biden dice ‘vamos a vincularnos solamente con las democracias’, cosa que en verdad no puede porque tampoco tiene margen como para desprenderse de la relación que Estados Unidos tiene con China. Pero supongamos que nos exija a los países periféricos estar de un lado o del otro. Ahí si se nos va a complicar”.
Las oportunidades del país, entiende Puente, están lejos de la conveniencia de cerrarse con un grupo. Pasan por “salir a interactuar con ese mundo”. Desde su punto de vista ,”la mejor manera de hacerlo es con Brasil y Chile, mucho mejor aún junto al Cono sur, ya que si decidimos con Chile y Bolivia poner el precio del litio, logramos una mejor negociación que si lo hace cada uno individualmente”.
Más allá del papel histórico de la Argentina como granero del mundo, hoy el país tiene potencial para insertarse en las cadenas globales con otros insumos. “Tiene una población educada, que le puede proveer servicios al exterior basados en intangibles (servicios, software) –dice Negri–. Pero, sin duda, algunos elementos de este nuevo mundo que impliquen el aumento de conflictos militares podrían afectar severamente a la Argentina, muy sensible a los shocks externos. Eso podría dejar al país muy expuesto, como sucede ahora con al aumento de los precios de la energía”.
Asumir definiciones
Más allá de estas grandes oportunidades, la Argentina debe evaluar qué papel quiere tener en este nuevo reparto mundial. Si elige seguir siendo parte solo del viejo capitalismo y continuar vendiendo soja a China, trigo a Brasil y carne a la Unión Europea. O si se integra al capitalismo de capital intelectual, que es lo que genera el nuevo empleo, la nueva inversión y la nueva evolución tecnológica. “Vamos a tener que hacer algo que hace tiempo no hacemos como país. Tomar decisiones geoestratégicas”, afirma Elizondo. Es decir, “elegir en cuál de estos clubes de amigos vamos a participar”. Por su localización geográfica, su institucionalidad democrática y porque somos hijos de europeos, Elizondo cree que el país debe integrarse a América Latina y a Occidente. Junto con una plataforma local con países como Brasil y Chile, “que van a hacer un poco más de esfuerzo por participar en este nuevo escenario”. De lo contrario, dice, “vamos a ser cada vez más pobres y vamos a seguir eligiendo los mercados de acuerdo a las oscilaciones de los precios de los commodities”.
De cualquier modo, el escenario no es el mejor. “Un orden desgarrado como el que propone un mundo en guerra no ofrece incentivos ni una hoja de ruta que diga cómo encauzar las pocas energías que tiene la Argentina –dice Federico Merke–. No nos sirve mirar cómo las potencias discuten todo y acuerdan poco, desde tarifas hasta drones, pasando por sanciones y emisiones. Cuando eso sucede, el eje Norte-Norte se vuelve central y el eje Norte-Sur queda a un lado”. Lo que nos sirve, señala, es “un mundo más ordenado que piensa en el desarrollo y el crecimiento; no en los crímenes de guerra de Rusia”. No obstante, pensar cuáles son las señales más honestas que podemos dar en lo comercial, en lo financiero, y en torno de la seguridad internacional y los derechos humanos, y mostrarlo al mundo, suma. “En un mundo desordenado –dice –, estar presentes y mostrar consistencia será fundamental¨.
VAMOS A EXTRAÑAR LA INTEGRACIÓN DEL COMERCIO GLOBAL CUANDO SE HAYA IDO
Por Matthew Yglesias
Bloomberg
NUEVA YORK
En los albores del siglo XX, Norman Angell hizo su famosa –o tristemente célebre– predicción de que la integración del comercio global había hecho impensable una guerra entre las superpotencias, por los costos y la destrucción que traería aparejada.
Un par de años más tarde, el estallido de la Primera Guerra Mundial demostró que tenía razón sobre los costos y la destrucción, pero no sobre lo impensable… La así llamada Gran Guerra marcó el final de la primera oleada globalizadora, y pasaron generaciones hasta que se logró reconstruir el nivel de integración mundial existente hasta el magnicidio del archiduque Francisco Fernando.
La invasión de Rusia a Ucrania es un conflicto mucho menor que la Primera Guerra Mundial, y las disrupciones comerciales derivadas del cuasi-embargo de Estados Unidos y Europa sobre Rusia son menores que el bloqueo británico a las Potencias Centrales. Sin embargo, esta guerra es un salto que nos aleja de la globalización y, a diferencia de la Primera Guerra Mundial, llega cuando el mundo ya se venía alejando de la integración económica: la participación del comercio en el PIB mundial alcanzó su punto máximo en 2008, y desde entonces no dejó de caer.
Así que la guerra en Ucrania no marca necesariamente un quiebre en la historia, pero subraya y quizás consolide el declive de la globalización.
Ese declive empezó como un efecto rebote populista ante la Gran Recesión de 2008-2009, y con la ralentización del crecimiento del empleo, que hizo que la política de salvar puestos de trabajo fuera más atractiva que la política de la productividad y la eficiencia. Finalmente, la lógica del conflicto geopolítico también se sumó a la ecuación. La iniciativa “Hecho en China 2025″ del presidente Xi Jinping, por ejemplo, no está destinada a la creación de empleo, sino a asegurar un espacio económico para que China opere con autonomía política.
Asimismo, cuando fue sancionada tras la anexión de Crimea en 2014, la Rusia de Vladimir Putin no respondió retirándose de la península, sino que se abocó a blindar la economía rusa de las sanciones, haciendo hincapié en la producción nacional. Y eso fue muy costoso para Rusia, un país escasamente poblado y rico en recursos naturales, que por lo tanto debería tener una economía altamente dependiente de los intercambios comerciales. Pero ese blindaje tampoco funcionó, ya que el actual régimen de sanciones demuestra que los países que buscan sustraerse del bullying estadounidense deberán reducir aún más su dependencia de las cadenas de suministro internacionales.
Por supuesto que la mayoría de los países no están pensando invadir a sus vecinos sin mediar provocación alguna, pero hasta actores geopolíticos más benévolos que Putin conocen el valor de la autonomía.
Cuando llegó la pandemia, en casi todas partes la soberanía nacional prevaleció sobre el libre comercio. De repente, la cuestión de dónde se producían los barbijos o las vacunas se volvió muy relevante. Estados Unidos y Europa, por ejemplo, pudieron vacunarse no solo antes que los países de bajos ingresos, sino también antes que otros países ricos, porque tenían capacidad de producción propia.
Un tema en el que el presidente Joe Biden mantiene la línea de su predecesor es el comercio con China. Al igual que Donald Trump, Biden está a favor de “desacoplar” las economías de Estados Unidos y China, para que Estados Unidos sea menos dependiente de las importaciones del gigante asiático. Los aranceles de la era Trump sobre los productos chinos siguen vigentes, a pesar del problema de la inflación. La ley de infraestructura aprobada el año pasado por consenso en el Congreso norteamericano incluye disposiciones estrictas de “compre nacional” que elevan los costos; una de las frase que más gustó, según las encuestas, del discurso de Biden sobre el Estado de la Unión fue su promesa de “asegurarse de que todo, desde la cubierta de un portaaviones hasta el acero de los guardarraíles de las carreteras, se fabrique en Estados Unidos de principio a fin.”
Otros países notan lo mismo. El régimen de sanciones contra Rusia es extremadamente duro y sorprendentemente no global. Países que aspiran a convertirse en potencias regionales, como la India, Brasil y Nigeria, estudian las armas financieras de destrucción masiva de Estados Unidos y se preguntan cómo pueden ajustar sus defensas para no terminar atrapados en el fuego cruzado.
Hay buenas razones para toda esta desglobalización, pero no hay que olvidar que tendrá sus costos. Las naciones del mundo no vincularon sus economías por diversión, o como un ejercicio abstracto de relaciones internacionales: fueron los consumidores de todas partes los que obtuvieron grandes beneficios de un mundo de especialización, ventajas comparativas, envíos puerta a puerta y complejas cadenas de suministro.
Los temores de seguridad que impulsan la desglobalización tienen razón de ser, pero la economía populista que hace una década impulsó la ola actual estaba equivocada. El desempleo masivo después de la crisis financiera fue un error de la política económica del lado de la demanda, no un pecado de la globalización. Estados Unidos puede extraer más petróleo y gas, construir más automóviles y producir más acero, pero no tiene un gran ejército de desempleados que puedan poner manos a la obra. Si relocaliza una gran parte de los bienes comercializables, le quedarán menos trabajadores para construir casas, cortar el pelo, cocinar y cuidar a los niños y a los ancianos.
Para cumplir con los imperativos reales de seguridad, estos pueden ser costos que valga la pena pagar. Pero a no equivocarse: todo tiene su precio. Y cuantos más países se alejen de la globalización, más alto será ese precio. En un mundo más pobre también hay menos clientes para las exportaciones de todos, y en un mundo menos conectado los conflictos son menos impensables.
¿Son inevitables esos costos? Probablemente, pero se pueden mitigar. Una alternativa a la importación de productos fabricados en el extranjero, por ejemplo, es importar trabajadores nacidos en el extranjero. En un mundo desglobalizado, inflacionario y con restricciones de oferta, los inmigrantes –incluidos los llamados “no calificados” –, son un activo valioso. Y la automatización de las tareas rutinarias debe verse más como una oportunidad que como un motivo de alarma.
En resumidas cuentas, si bien la interconexión global se está desmoronando por razones atendibles —para que la agresión rusa no quede impune o para que China no extorsione a la economía de Estados Unidos—, el comercio internacional no es el cuco que sus detractores populistas pretenden. Ya vamos a extrañar la globalización cuando no la tengamos, y habría que ir pensando con qué vamos a reemplazarla.
Traducción de Jaime Arrambide.