En una de las escenas más icónicas de Volver al futuro (1985), Marty McFly se ve obligado a subirse al escenario en la fiesta de baile de la escuela Hill Valley, en 1955, casi dos décadas antes de su propio nacimiento.
Para los muy centennials que no hayan visto este clásico del cine (véanlo, por favor, véanlo), el argumento central de la película es que tanto él como el Doc Brown viajan al pasado y viven todo tipo de aventuras hasta que logran regresar a su época, el año 1985. Uno de los grandes problemas que deben enfrentar es que McFly interfirió accidentalmente en el encuentro amoroso entre sus padres, generando que quien debía ser su madre se enamorara de él en lugar de quien debería ser su padre. Interfiriendo, en consecuencia, con su propio nacimiento, el cual debía darse dentro de algunos años. En este contexto, Marty decide disfrazarse de músico y tocar la guitarra eléctrica en la banda de la escuela. Para demostrar su talento toca Johnny B. Goode (1959), el clásico de Chuck Berry, que aún no se había escrito en ese momento. Pero estando en el escenario se le va un poco la mano y empieza a tocar un solo frenético de música más fuerte, saltando por todo el escenario, más propio de los 80, pero probablemente muy poco tolerable para un oído de los 50. Ante la mirada atónita de todos los presentes, incluida la banda, McFly se acomoda la corbata mientras lanza una de las frases más recordadas de la película: “Creo que no están preparados para esto todavía... pero sus hijos lo van a amar”.
Esa frase resume buena parte del mensaje filosófico que hay detrás de esta obra maestra del cine de los 80. Un mensaje que trasciende enormemente el espíritu de esa década y nos habla mucho de la relación que los seres humanos fuimos teniendo en el último siglo y medio con los desarrollos tecnológicos y la transformación social.
No hay nada más innovador y revolucionario que un joven que está próximo a graduarse del colegio secundario. Y, sin embargo, así y todo, los padres de McFly y sus amigos, que se criaron en la década de 1950, aún no estaban listos para escuchar rock pesado. De hecho, uno de los asistentes del baile se tapa los oídos mientras Marty toca desenfrenado su solo de guitarra, llevando el instrumento a unos agudos impensados en la década donde nacieron los baby boomers.
Cuando somos adolescentes, somos innovadores por naturaleza. La sociedad moderna occidental, hija de los ideales de la Revolución Francesa y el positivismo, nos enseñó a abrazar los cambios y las transformaciones, buscar el progreso y mirar con cierto recelo las viejas costumbres. Por eso un adolescente de los 80 podría considerar que sus padres no estaban preparados para ese estilo de música.
En su libro The Salmon of Doubt (Palgrave Macmillan, 2002), el célebre escritor británico Douglas Adams graficó esta idea de una forma sencilla, tomando como parámetro una especie de línea del tiempo a lo largo de nuestra vida. De esta forma, de acuerdo con Adams, todo lo que ya está en el mundo cuando nacemos es absolutamente normal y ordinario, y tan solo una parte natural de la forma en que el mundo funciona. Agrega que todo aquello que se inventa, aparece o surge entre que tenemos 15 y 35 años es nuevo, excitante y revolucionario. Por otro lado –y acá está el quid de la cuestión–, todo lo que es inventado después de que cumpliste los 35 años va contra el orden natural de las cosas.
El problema del siglo XXI, y uno de los argumentos centrales de este libro, es que esa disposición a innovar y esa apertura mental propias de la adolescencia requieren estar presentes cada vez más a lo largo de toda nuestra vida. Somos demasiado jóvenes a los 30 años como para creer que ya terminó nuestro tiempo de innovar y adaptarnos a los cambios acelerados del mundo. Pero decirlo es fácil... ¿y si nos cruzamos con un viajero en el tiempo?
Viajeros del tiempo
Los viajes en el tiempo han sido un tema recurrente en la ciencia ficción durante décadas. La idea de poder retroceder o avanzar en el tiempo ha capturado la imaginación de la gente y ha inspirado una gran cantidad de historias y películas emocionantes. Algunas de las más clásicas son la ya mencionada Volver al futuro (1985), Efecto mariposa (2004) o Interestelar (2014). Y si les gustan las series, también les puedo mencionar Outlander (2014), Dark (2017) o Timeless (2016).
El Ministerio del Tiempo (2015) es una producción española que sigue las aventuras de un equipo de agentes especiales cuyo trabajo es proteger y mantener la línea temporal de España. Para hacerlo, deben viajar en el tiempo a través de la historia española, impidiendo que los eventos históricos cambien o se alteren debido a la intervención de personas del futuro. Explorando la historia española desde la Edad Media hasta la actualidad, y presentando personajes históricos como Francisco de Goya, Miguel de Cervantes y Lope de Vega.
El punto que quiero demostrar es que, en El Ministerio del Tiempo, cada equipo de agentes se compone de personas de distintas épocas, lo que les permite tener más información contextual. En el caso particular de este equipo de protagonistas, incluye a Julián, un paramédico madrileño del siglo XXI; Amelia, una joven catalana del siglo XIX proveniente de una familia adinerada y tradicional, cuyo sueño es estudiar, y Alonso, un soldado de los tercios españoles del siglo XVI. Intencionalmente o no, podemos ver en esta distribución de personajes las distintas miradas que hay sobre el futuro, especialmente entre Amelia, la del siglo XIX, y Alonso, que había nacido 300 años antes. Mientras que la joven catalana se ve fascinada por los avances sociales, médicos, culturales y tecnológicos del siglo XXI, Alonso se encuentra abrumado. Y no es casual que así sea. La cultura occidental surgida de la modernidad cree fervientemente en el progreso, rechazando las tradiciones. Durante la Edad Media sucedía todo lo contrario, y esto está directamente relacionado con la aceleración de los cambios tecnológicos que se produjo desde la primera Revolución Industrial.
En la actualidad, sin embargo, esa aceleración acaba de pasar a una nueva etapa. En las últimas dos décadas hemos sido testigos de cambios y transformaciones radicales a un ritmo frenético. Quizás el ejemplo más claro tiene que ver con el dispositivo con el que compartimos más tiempo de nuestras vidas: el celular. Dormimos al lado de él, es lo primero que vemos cuando nos despertamos –incluso en la mayoría de los casos es el motivo por el que nos despertamos gracias a su sistema de alarma–, es lo último que vemos cuando nos vamos a dormir y se encuentra siempre en nuestro bolsillo. ¿A quién no le ha pasado sentirse desnudo cuando un día salieron a la calle sin teléfono? Lo curioso del smartphone es que hace veinte años estos dispositivos no existían, y hoy no podemos concebir nuestra vida sin ellos. La pregunta es: ¿cuántos nuevos smartphones están surgiendo en este momento mientras vos estás leyendo estas páginas?
Si pudiéramos recibir a un habitante del año 2050, muy probablemente se reiría de la forma en que utilizamos la tecnología hoy, medio siglo antes. Probablemente también tenga que explicarnos muchas cosas que para él serían absolutamente normales y cotidianas, y para nosotros serían prácticamente sacadas de una historia de ciencia ficción.
Los invito a hacer el ejercicio ustedes mismos, tienen que explicarle a una persona ficticia, que vivía en la década de 1970, qué es TikTok. Primero tendrán que explicarle qué es un celular, qué es internet, qué es una computadora personal y cómo demonios pueden ver videos en ese pequeño televisor cuya pantalla se mueve cuando la tocás. Pónganse ahora ustedes mismos en el lugar de esa persona de 1970... porque probablemente algún día estén de ese lado. Tan enojados, frustrados y perdidos como el pobre Alonso, que viajó del siglo XVI al año 2017 sin escalas. Uno de los enormes desafíos que tenemos como humanos es estar preparados para dar un salto evolutivo de 500 años de historia sin despeinarnos. Porque, aunque nos cueste creerlo, es muy probable que eso ocurra.
¿Cómo será el mundo en el año 2050?
Si yo me pusiera a describir en estas páginas el mundo de 2050, probablemente sucederían dos cosas. En primer lugar, nadie me creería absolutamente nada. Sentirían que estoy exagerando cosas, inventando cuestiones imposibles y, en el peor de los casos, delirando. La otra cosa que pasaría es que, casi con seguridad, erraría en muchos pronósticos, y no sería ni el primero ni el último. Hacer futurismo es algo muy, muy difícil.
A lo largo de la historia hay incontables predicciones hechas sobre el futuro. Algunas de ellas resultaron acertadas, como los submarinos y los helicópteros de Julio Verne. Sin embargo, la mayoría de las predicciones sobre el futuro retratadas en la ciencia ficción, o incluso en el campo de la disciplina científica, resultan inexactas. En algunos casos, estas predicciones erróneas son sorprendentes, especialmente cuando fueron realizadas por personas destacadas en su campo, como científicos o expertos en tecnología. En 1901, por ejemplo, el científico Lord Kelvin predijo que la aviación era imposible y que los aviones más pesados que el aire nunca volarían. Sin embargo, solo dos años después, los hermanos Wright realizaron su famoso vuelo en Kitty Hawk, Carolina del Norte, Estados Unidos. Más graciosa aún resulta la predicción del propio padre de los hermanos Wright (digamos, entonces, el abuelo de la aviación), el reverendo Milton Wright, que llegó a afirmar que el ser humano no volaría jamás porque volar les había sido reservado a los ángeles.
En la década de 1960, el físico Gerard O’Neill, en su libro Ciudades del espacio (Bruguera, 1979), predijo que para el año 2000 los humanos estarían viviendo en colonias espaciales orbitando la Tierra, y que estas colonias serían el hogar de millones de personas. Sin embargo, en la actualidad, todavía no existe una colonia espacial habitada, o al menos no que sepamos hasta ahora con certeza.
En 2001, el escritor Arthur C. Clarke predijo que para el año 2010 la mayoría de los hogares tendrían un robot doméstico que realizaría tareas como cocinar y limpiar la casa. Si bien hoy muchos de nosotros tenemos robots aspiradoras o máquinas que cocinan solas, eso no era así en 2010.
Por último, en la década de 1960, el escritor Isaac Asimov publicó un artículo interesantísimo en el New York Times, titulado “La Feria Mundial de 2014”, en el que intentaba imaginar cómo sería el mundo en cincuenta años y donde, desde su perspectiva, habría coches voladores, robots sirvientes, electrodomésticos sin cables alimentados por baterías con radioisótopos, centrales eléctricas en el espacio y ciudades ubicadas en las profundidades del mar. El artículo es también una pieza literaria y con ciertos toques de humor, con el objetivo de entretener y al mismo tiempo establecer algunas ideas sobre hacia dónde estaba yendo el mundo en ese momento.
Ahora bien, si incluso el propio genio de Isaac Asimov se equivocó, ¿por qué deberíamos nosotros intentar anticiparnos al mundo en 2050? Una posible respuesta a ese interrogante es que, si nos ponemos a explorar otra vez este artículo, encontraremos una gran cantidad de predicciones acertadas o nociones muy claras sobre algunos puntos no tan obvios en la época, como la idea de que el mundo estaba yendo hacia una transición hacia otros tipos de energía, como la solar, o la idea de la automatización de tareas mediante los robots. Quizá los escritos de Asimov sirvieron para que jóvenes –o no tan jóvenes– decidieran empezar a pensar en energías renovables o desarrollar productos robóticos para automatizar tareas domésticas.
Mi gran amigo y colega Fredi Vivas describe en su primer libro, ¿Cómo piensan las máquinas? (Galerna, 2021), el singular caso de la voz de Alexa, el asistente virtual de Amazon, que está inspirada en la supercomputadora espacial de Star Trek, de la que Jeff Bezos era fanático en su infancia. Por lo que un primer punto a tener en cuenta es que nunca podemos renunciar a pensar en el futuro, intentar anticiparnos y buscar elementos que puedan servirnos para comenzar a construir ese futuro en el presente. Un segundo punto tiene que ver con algo que ya mencionamos hace algunas páginas, los cambios se están acelerando.
El futurista e ingeniero de Google Raymond Kurzweil (con el que tuve el enorme honor de compartir un escenario allá por 2016) anticipó que en el siglo XXI vamos a vivir 10 mil años de evolución en tan solo cien años calendario, si lo tomamos con los parámetros de la evolución humana hasta ahora.
Mucho de lo que imaginó Asimov en 2014 probablemente había caído fuera de tiempo, lo que hizo que se quedara corto, se pasara de imaginativo, digamos. En nuestro caso es probable que ocurra lo contrario y por eso tenemos que estar preparados.
Necesitamos apostar por lo que permanece
Hace unos meses me junté a almorzar con un amigo al que aprecio y quiero un montón, que además tiene su oficina a la vuelta de mi casa. Cuando nos sentamos, él venía preocupado, como dándole vueltas a algo en la cabeza. Ante mi pregunta sobre si estaba todo bien, me contó que tenía problemas para conseguir personas que necesitaba incorporar en sus equipos con urgencia. Su empresa se dedica a construir algoritmos con machine learning e inteligencia artificial que solucionan problemas de empresas de lo más complejas, por lo que imaginé que la dificultad para obtener ese tipo de colaboradores venía más bien por el lado de un exceso de demanda por parte de todas las empresas de todo el mundo y comencé a responderle bajo esa premisa. Me dejó hablar unos segundos y luego me interrumpió: “No estoy buscando perfiles técnicos”, me respondió. Y agregó: “Necesito vendedores. Personas que sepan leer, escribir, aprender y hablar bien en una reunión”. Lo estaba exagerando para marcar el punto, pero hablaba en serio. Lo que necesitaba no eran personas que programaran en Python ni supieran qué es una regresión, sino más bien colaboradores que supieran hacer bien aquellas tareas que el ser humano viene realizando desde hace milenios.
En un mundo en el que pareciera muchas veces que las habilidades técnicas son la clave para el futuro del trabajo, esta conversación me llevó a investigar un poco más sobre aquellas habilidades que permanecen y que a veces ignoramos.
Quizás asimilar los conceptos que vimos en el apartado anterior puede ser algo abrumador. Saber que el mundo en el que vamos a ver crecer a nuestros hijos o nietos va a ser absolutamente diferente al que vivimos ahora es, sin duda, un poco desesperante. Y eso es completamente normal. Los seres humanos no estamos hechos para cambiar todo el tiempo.
Los cambios para los humanos son sinónimo de peligro. Nuestro cerebro busca, con un objetivo evolutivo y de supervivencia, la estabilidad. Podríamos decir que hay algo en nuestra genética que nos lleva a ser conservadores y querer evitar especialmente aquellos cambios que nos llevan a pensar en términos de lo incierto. ¿Cómo compatibilizamos esto con la idea de que vamos a tener que acostumbrarnos a cambiar constantemente para adaptarnos al mundo del futuro? La respuesta es algo difícil. Por eso en este libro no quiero llevarte directo a 2050. Tampoco quiero anticiparme a cuál va a ser el estado de la colonización espacial o cuáles van a ser los dispositivos que van a reemplazar a los celulares en nuestra vida cotidiana. Tampoco voy a intentar adivinar hacia dónde nos llevará el auge de la inteligencia artificial generativa, ni si todos vamos a ir al supermercado desde nuestra casa con un casco de realidad virtual.
En este libro, por el contrario, quiero que exploremos juntos cuáles son aquellas habilidades que tenemos que empezar a incorporar si queremos prepararnos para la vida y los trabajos del futuro. Habilidades que vamos a necesitar si queremos ser los que creen una nueva colonia en Marte o si queremos trabajar en marketing, finanzas o en la industria de la salud. Habilidades que serán transversales a distintos empleos, pero que nos permitirán adaptarnos a un mundo que –aunque no sabemos muy bien hacia dónde– va a cambiar de forma acelerada y estrepitosa.
Vengo estudiando este tema desde hace varios años y uno de los elementos más curiosos con los que me encontré es que esas habilidades, que supuestamente son necesarias para el futuro, cambian constantemente. Las distintas organizaciones que realizan informes y estudios de opinión entre empresarios, personas de negocios y especialistas cambian sus proyecciones sobre las habilidades del futuro prácticamente todos los años. Y sin embargo, capacitarnos suele llevar un tiempo, meses o incluso años. De esta forma, como el barco que a medida que va avanzando por el océano sigue viendo el horizonte a la misma distancia, pareciera que siempre nos va a faltar algo para poder alcanzar ese momento en el que consigamos las habilidades que necesitamos para trabajar.
Dos reflexiones surgen a partir de esta problemática. La primera es que nunca vamos a alcanzar ese momento en el que no necesitemos capacitarnos más para trabajar, estamos yendo hacia un mundo de capacitación y aprendizaje permanentes y constantes, algo que podría resultar –cuando menos– estresante. “¿En qué momento voy a capacitarme si cada vez trabajo más?”. “Me gasto casi toda la plata que gano en cursos y posgrados... ¿hasta cuándo?”. Todas estas preocupaciones y muchas otras que seguro están dando vueltas por sus cabezas mientras leen esto son absolutamente válidas y entendibles. De hecho, deberían motivar a las organizaciones a repensar la forma en que se aproximan a la cuestión de la formación de sus colaboradores y equipos. De la misma forma en que desde distintas organizaciones del sector público se están incorporando áreas de formación a lo largo de la vida para atender a estas demandas.
La segunda reflexión tiene que ver con aquellas cosas que permanecen. A principios de 2023, Santiago Kovadloff publicó un libro con un título muy sugerente en este sentido, Temas de siempre: notas sobre lo que insiste en no perder actualidad (Emecé, 2023). Lo interesante de este libro es cómo, a pesar de parecer inicialmente opuesto a las ideas modernas y novedosas, en realidad profundiza en elementos que continúan siendo relevantes y probablemente lo seguirán siendo en el futuro. Kovadloff parece sugerir que estos temas atemporales son cruciales para navegar en un mundo en constante cambio, influenciando aspectos importantes de la vida, como las relaciones amorosas, la carrera profesional y los hobbies. Esta perspectiva implica que, aunque vivimos en una era de rápida evolución y cambio, hay ciertos aspectos fundamentales de la experiencia humana que permanecen constantes. Kovadloff argumenta que entender y reflexionar sobre estos temas puede proporcionar una guía valiosa para la vida personal y profesional en el dinámico entorno actual.
Este libro, que ustedes tienen ahora en sus manos, parecería ser lo contrario a esos temas de siempre: la fe, la amistad, el tiempo libre, el fracaso, la esperanza, el odio, el amor, la impaciencia... Temas que todos creemos que tenemos claros, pero que esconden una complejidad abismal. Y sin embargo, a lo largo de estas páginas notarán que el mapa de habilidades que estuve trabajando, y a las que hacemos referencia, no busca concentrarse en cuestiones novedosas y recién inventadas sino más bien en toda una serie de elementos que insisten en no perder actualidad y que probablemente no la pierdan a lo largo de las próximas décadas. Por eso mismo creo que pueden ayudarte a transitar el futuro de tu vida, tus amistades, tus vínculos amorosos, tu profesión o tus hobbies en un ecosistema tan cambiante y dinámico como el que transitamos a diario.
☛ Título: Postecnológicos
☛ Autor: Joan Cwaik
☛ Editorial: Ediciones LEA