Resulta sorprendente que la aceleración de los procesos diarios haya llegado a que naturalicemos que es posible comunicarnos a 2x. Esto significa que si x es la velocidad normal de reproducción, el 2 duplica. La expresión más evidente, es escuchar los audios de WhatsApp en velocidades aumentadas, 1.5x o 2x. La supuesta aceleración del audio, se vuelve imposible de escuchar si se aumenta a más de 2 veces, por eso la aplicación no lo ofrece. El límite de audición de una alocución humana, responde a la capacidad del cerebro en procesar palabras.
Este ejemplo de arritmia comunicativa es claro para evidenciar que hay parámetros en los procesos y en los ritmos que hacen a nuestra vida sensata, coherente, armónica, estable.
La impaciencia de no escuchar un audio a la velocidad del emisor, quita valor al mensaje porque lo despoja de su contenido vital, que es la voz con todos sus matices. Es la misma impaciencia que impide dejar hablar a otro cuando notamos que se demora, que es vueltero o parsimonioso. Cuando no toleramos esperar los desenlaces de los procesos, que por su cualidad ameritan ser lentos, cualquier intento de adelantarnos o acelerarlos, los arruina. ¿Por qué escuchamos los audios acelerados? ¿Qué motiva creer que aprovechamos mejor el tiempo? Si le decimos en un audio a una persona: “Mi vida, te quiero, te amo”. Del otro lado, nuestro amor, escucha el audio en 2x. No tengo forma de escribir el texto para que lo lea acelerado, pero sabrá imaginarlo si lo redacto sin espacios ni comas: mividatequieroteamo. ¿No les parece absurdo? ¿Qué sentido tendría? ¿Cuál es la virtud de escuchar un audio afectuoso en modo acelerado? Comunicar un afecto, un sentimiento, implica transmitir matices en la entonación, de la prosodia, del timbre y las acentuaciones, que hacen a ese enunciado especial para el otro.
Un audio cariñoso tiene cualidades que se pierden al acelerar la velocidad de reproducción.
La obsesión por aprovechar el tiempo, al creer que es un recurso, implica obsesionarse con la velocidad. Esto lleva a desvincularse de aquello que se hace. Cuando creemos que ir rápido permite adelantar o ahorrar tiempo, la pregunta es ¿para qué queremos llegar antes? ¿antes de qué? La velocidad solo modifica la organización del día, el orden de los momentos, pero no define la cualidad ni el sentido de los mismos.
El día va a durar exactamente lo mismo, lleguemos antes o después. Los ritmos naturales de nuestro cuerpo se van a imponer de todos modos: cuando nos de ganas de comer, de ir al baño, o de descansar. No se puede aprovechar mejor el día por ir más rápido. Solo se puede experimentar el momento que deviene.
Inclusive los riesgos no son los mismos a ciertas velocidades. Ir más rápido es condicionar que las respuestas sean irreversibles. Las velocidades no se toman en serio, hasta que lo extremo nos despierta de un golpe. La velocidad en el manejo de los autos, pone en juego nuestra relación entre nuestro cuerpo físico y metálico, como llama a los vehículos, el antropólogo Pablo Wright.
Los accidentes de tránsito demuestran a diario, que por más que sepamos las limitaciones físicas de nuestro cuerpo, nuestras conductas viales juegan a desconocerlas. Andar en moto sin casco es suponer que el cráneo es más duro que el asfalto. Manejar sin cinturón de seguridad es considerar que las costillas son más resistentes que el plástico del volante.
Darle sentido a un momento
Entonces, ¿por qué se sigue viviendo acelerado si se saben los riesgos que se corren? Porque se supone que acumular acciones mejora la calidad del día. Porque se cree que una acción aislada, como llegar cinco minutos antes a casa, puede mejorarlo.
Solo tiene sentido en el contexto del resto del día, y en sus resonancias con otras posibles rítmicas (de dónde se viene, qué se va a hacer, cómo afecta la salud, cómo condiciona el bienestar). Llegar a casa no es un hecho aislado, ocurre en una dinámica entre el despertar-descansar. El día no se reduce a contar 24 horas. Es la actividad entre el despertar y el siguiente despertar; la noche y el descanso son parte vital del día.
No es solo lo que se hace durante la vigilia, la noche cuenta igual.
Creer que uno acelera los procesos y aumenta la duración del día, lo único que produce es quitar relevancia y detalles a lo que se hace.
Se necesita desacelerar para darle sentido a los momentos y prevenir malestares.
Es posible tomar otra actitud respecto a la velocidad con la que vivimos. Se puede seguir disfrutando de las actividades sin apresurarse, sin acelerar cada momento como si fuera el último. Descubrir el ritmo del día, puede ser el inicio de un cambio de velocidad y de sentido a la cotidianidad.